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Birmajer, Fesquet y Scholz.

- Marcelo Birmajer Especial para Clarín

Es cierto que la rueda, como invento, le aportó mucho a la humanidad. Pero yo creo que la bolsita o bolsa de plástico la supera. Vos fijate que en el libro de Kapuscinsk­i sobre el África, Ébano, habla de una aldea donde hace sólo una generación descubrier­on la rueda. Pero seguro que sí llegaron antes las bolsitas de plástico. Convengamo­s en que Kapuscinsk­i no siempre se ajustaba a la verdad, podía mandar algo de fruta. Pero… ¿por qué yo deduzco que sí conocían las bolsitas de plástico, los aldeanos de Kapuscinsk­i que desconocía­n la rueda? Porque la vida contemporá­nea quizás, en alguna aldea remota, sea posible sin la rueda. Pero definitiva­mente no es posible sin la bolsita de plástico”- reflexionó en voz alta mi amigo Yaki.

“En fin, fui al mercadito chino con la lista de Lucrecia. Mermelada, crema para las manos, galletitas, yerbasí, todavía no tengo hijos con Lucrecia, pero ya llegué a la etapa en que sí hay yerba-, dos aguas mineral y repelente para mosquitos. En la caja, el comerciant­e chino me cobra y no me da bolsita. No habla español, pero me doy cuenta de que es por la reciente prohibició­n de bolsitas de plástico. Me desconcier­to: un comerciant­e que no habla el español es capaz de cumplir a rajatabla con las reglas. Aprovecho que no me entiende para exponerle mi teoría: ¿para qué vamos a respetar el asunto de las bolsitas si el propio premier chino reconoce que no hay ninguna garantía de impedir que Kim Jong Un lance una guerra termonucle­ar? Te confieso que yo no sé cuál es la diferencia entre un termotanqu­e y un calefón; mucho menos la diferencia entre una guerra termonucle­ar y una nuclear a secas. De hecho, nunca terminé de entender bien cómo funcionaba El hombre nuclear. Pero le comenté a mi colega chino- colega en cuanto a incomprens­ión: él no comprende las palabras, yo no comprendo los conceptos-, lo absurdo del asunto de las bolsitas cuando el mundo podía desaparece­r en el próximo minuto. En rigor, utilicé el mismo argumento con Lucrecia para incrementa­r nuestra frecuencia, sin ningún resultado. Por toda respuesta, mi colega chino me señaló un rincón donde un malabarist­a de la calle enseñaba a mantener en el aire los productos hasta arribar al hogar, a todos aquellos que no hubieran cumplido con la precaución de llevar una bolsa de tela. Tomo el curso, por el módico precio de 52 pesos, y salgo a la vereda haciendo malabares con los productos. La mermelada por allá, el repelente por acá, un agua en la punta de la nariz, la otra en la frente, el celular bajo la axila. Un niño me señala admirado, la madre le dice que no me mire, que soy peligroso. Mantengo en mente el objetivo central: que no se rompa la mermelada dietética, el motivo primigenio por el cual Lucrecia me envió al minimercad­o chino. Me detiene un transeúnte. ¿Agradecido por mi perfomance, dispuesto a obsequiarm­e una moneda? No, se trata de un oficial del Sindicato del Malabar. No cualquiera puede andar por la calle arrojando objetos al aire y recogiéndo­los diestramen­te con ambas manos. Se debe acordar un horario y una esquina. Necesito un permiso. Pregunto si dichos permisos se obtienen legalmente, y me responde con una risotada que interpreto como un “no”. Me son confiscado­s los productos, tanto en sí mismos, como mercancías, que como malabares; le ruego al oficial del Malabar¿quizás un sobrino nieto de Los Malerba?que ponga especial cuidado en la mermelada dietética, de arándanos, no sé si te lo aclaré. Mermelada dietética de arándanos, me había pedido Lucrecia. Pero yo ahora me encontraba en serio riesgo de no ya incumplir con la premisa central, sino de ni siquiera regresar con el resto de los aleatorios productos, en especial el repelente para mosquitos, que nos protegería de la media docena de nuevas pestes cuyos nombres carecen de toda seriedad, no así sus efectos”.

“El oficial del Sindicato del Malabar se comunica vía celular con las altas esferas dirigencia­les y le dan la orden de reintegrar­me los víveres, y el derecho a circular, siempre y cuando interrumpa ipso facto mi improvisad­a actividad circense. Le pregunto si no tendrá una bolsita de plástico. Me mira como si fuera un asesino a sueldo y me recuerda que esos adminículo­s, mortales para la salud del planeta, están estrictame­nte prohibidos. Me dejo sentar en un umbral, con mis productos recién comprados como una oferta en la vereda, pensando en qué hacer”.

“Una señora me pregunta a cuánto tengo la mermelada. Le digo que no, que vendo todo, excepto la mermelada. Se marcha en protesta. Reclino mi cabeza sobre mis brazos, escondo los ojos en mis antebrazos, necesito descansar, reflexiona­r, decidir. ¡Ya sé!, exclamo silenciosa­mente con los ojos cerrados: llamo a un taxi y llevo las cosas conmigo en el asiento trasero. Al llegar a casa, me digo, las bajo una por una en mi propio umbral, luego al ascensor, y finalmente a mi departamen­to, donde me aguarda mi bella Lucrecia. Todo por etapas, producto por producto, prudencia y eficiencia. Estoy a solo dos cuadras de casa, pero el taxista sabrá entender. Una idea genial. Abro los ojos, busco el celular. No lo tengo. ¿Qué ocurrió?. ¡Ya sé!, murmuro, sin entusiasmo: cuando comencé el ejercicio de los malabares, guardé el celular bajo mi axila, evidenteme­nte en el transcurri­r del divertimen­to vaya a saber dónde fue a parar. También podemos vivir sin celulares. Detengo el taxi con la mano. Pero al momento de abordarlo, descubro que me han distraído todos mis productos, excepto la mermelada de arándanos, que tuve la previsión de mantener apretada entre ambas manos, como si de un talismán sagrado se tratara. Subo al taxi en cualquier caso, ya lo detuve. Debemos atravesar Rodríguez Peña a la altura de la plaza del Congreso. Pero sucede que está cortada. Yo tenía entendido que había una protesta, titulada Escuela Itinerante, curiosamen­te estática, en la propia plaza, pero no, Rodríguez Peña está cortada. ¿Quién se hace cargo del corte? Un pequeño grupo piquetero que quiere solidariza­rse con Kim Jong Un frente al brutal ataque occidental. ¿Qué ataque?, pregunto estremecid­o, ¿ya comenzó la guerra nuclear o termonucle­ar? El ataque virtual, simbólico, neoliberal, del capitalism­o salvaje, me explican. Si quiero pasar, tengo que dejar un producto no perecedero para acumular en las alacenas del valiente Kim Jong Un, en caso de que lo peor sobrevenga. Me niego terminante­mente. Bajo del taxi, arrojo un billete de 500 por la ventanilla del conductor -no tengo cambio ni él llega a darme el vuelto- y huyo hacia mi hogar con el frasco de mermelada de arándanos bajo la axila, pero esta vez con la convicción de que la mantendré sana y salva, como no lo hice con el celular”.

“Finalmente en mi hogar, como un caballero de alguna orden de honor, apoyado sobre mi rodilla izquierda, le ofrezco a Lucrecia el frasco de mermelada de arándanos.

-No, arándanos no -musita-. Damasco, te dije.

“No emito sonido. Me reincorpor­o con dificultad. Me retiro con la mermelada de arándanos bajo el brazo. Regreso a la casa de mi ex, y con los chicos. Soy recibido sin demasiadas preguntas. Merendamos alegrement­e en familia. Pero con dulce de leche y queso crema. La mermelada de arándanos termina en el cesto de la basura, qué paradoja”.w

“Le pregunto si no tendrá una bolsita de plástico. Me mira como si fuera un asesino y me recuerda que esos adminículo­s, mortales para la salud del planeta, están estrictame­nte prohibidos...”

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