“Prefiero la cultura del sacrificio”
De estudiante de Ciencias Económicas y vendedor de agendas en los colectivos a dueño de una sala teatral. Retrato de un “buen inversor”.
“Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenos días. Desde una de las editoriales más importantes, vengo a presentar, como oferta especial, la Agenda Perpetua 1983, con su tapa y contratapa totalmente plastificadas. La misma será entregada con un block de papel obra, y un bolígrafo, retráctil, tinta azul documental con cartuchos intercambiables. Como dije que se trataba de una oferta especial, les haré entrega de un mazo de naipes españoles. Cuarenta cartas que irán como regalo, bonificando aún más, el precio”...
Mauricio Dayub recuerda cada coma. No está actuando, sino recreando su época de vendedor en el colectivo 132. Astuto inversor, con lo recaudado en la venta en movimiento, logró solventar el viaje artístico a Santa Teresita. Verano del 84. Hablemos a calzón quitado. Con esa obra conmocionó la Costa Atlántica. Para capturar público, de día desplegaba su estrategia en la playa: aplaudía como si un chico se hubiese perdido. Cuando reunía a unos cien preocupados, contaba chistes y pasaba la “publicidad” del teatro. La inversión dio sus frutos. Gira, pequeño éxito y umbral a una trayectoria que hoy incluye sala propia, Chacarerean. “Éramos como los Chalchaleros, a bordo de un Ford Taunus con techo vínílico y música de Valeria Lynch en el casete del estéreo”, se ríe 33 años después.
Se llama Mauricio por decisión de una tía (Mary) que copió el nombre de una telenovela. Entrerriano, hincha de Boca, cuarto de cinco hermanos, cincuenta y siete años, acaba de comprar un skate para enseñarle a andar a su hijo de cinco. Se jacta de no haber fumado más que una vez. Lo intentó durante el secundario, como método para gustar a los demás, pero no pudo. “No lo hice nunca más. Saber qué es lo que querés, muchas veces no es bien recibido por el otro. Ser así puede traerte problemas”.
La barranca, el río, la libertad de las bicicletas. Hace 20 años usó la colección de postales y sensaciones de su infancia en Paraná para escribir El amateur, algo más que el pedaleo y el ciclismo. Con la excusa de un manubrio, Dayub hablaba de la dirección. Aquel debut dramatúrgico demoledor llegó encadenado como recompensa a una vieja decisión: tras cuatro años de Ciencias Económicas, un día en su clase de Economía, escribió en sus apuntes universitarios: ‘Hoy es mi último día’. “Sentí a que la voz del profesor se iba alejando y que yo no tenía nada más que hacer ahí. Volví a la pensión donde vivía con el Negro Mansilla y armé dos valijitas, una con la escenografía de un unipersonal. Un 24 de febrero, el cumple de mi mamá, me fui. El festejo se cortó para mi despedida”.
Desde aquel micro a Once, pasó por diez pensiones y casas de amigos. Incluso intentó una noche “de alojamiento” en la estación de subte. Hace 17 años que duerme protegido junto a Paula Siero, la madre de su hijo. “No sé si interiormente estaba construido para casarme y ser padre. Y me tomé mis tiempos. Cuando la conocí, pensaba en irme a Madrid, pero elegí no correr el riesgo de perderla. Hay que estar dispuesto a perder mucho cuando se quiere ganar algo grande”. -Desde aquel fondo ahorrador en el colectivo y destinado a viajar a Santa Teresita, a esta sala, el tiempo demostró que fuiste gran inversor. -Mamá me enseñó a ahorrar. Anoche se lo contaba a mi hijo. “Todo se termina, aunque haya mucho”, decía ella. -¿En qué podrías basarte para aconsejarle a tu hijo que no fuera actor?
-Si pasa lo que yo pasé, le diría que sí. Pero como no sé lo que va a pasar, no le diría nada. El tema es que lo único que se ve de esta profesión es la felicidad. Y ahí hay una confusión. No se hace publicidad del sacrificio y de las puertas que se cierran. -¿Pensás en el día que esta sala sea de tu hijo y que él tenga a cargo “el negocio familiar”?
-Me cuesta imaginarlo. El teatro independiente es un barco y tengo que acostumbrarme a que me puede voltear un tarifazo. Traigo a Rafael, mi hijo, y recuerdo cuando mi papá, viajante mayorista, me llevaba a su lugar de trabajo. Yo me escondía entre las cajas. Tengo el recuerdo del olor de la mercadería. Pensar que hoy tengo más edad que mi padre, al que yo veía viejo. Pienso siempre en la sencillez de su mensaje. Él quiso que tiráramos sus cenizas en un resumidero de agua, en la puerta de casa. Cada vez que voy para allá, me paro ahí. Su gesto siempre era, la mano adelante, ser derecho en la vida. Y me pregunto: ¿Que habrá hecho él como para que yo lo tenga hoy tan claro? -¿Creés que tu hijo tendrá una vida más fácil que la tuya?
-No creo que más fácil. Pero prefiero la mía. Estoy convencido de que el gordo que arreglaba heladeras y hoy tiene su empresita la pasa mejor que el hijo que lo tiene todo y se queja por la gaseosa sin gas. No sé si la cultura del esfuerzo se puede transmitir, pero intento transmitir valores. Está de moda lo visual, pero creo en lo que no se ve. Cuando se apaga la luz y la fiesta se termina, lo que te salva siempre es lo mismo. -¿Qué?
-Lo intangible. La mayoría de la gente, por ejemplo, trabaja todo el año para irse de vacaciones a un gran lugar y, cuando vuelven, vuelven deseando más, deseando una vida para la que tienen que trabajar el doble. - Fuiste tentado para entrenar a políticos en el arte de la mentira y rechazaste ese tipo de trabajo. ¿Qué lugar ocupa la política en tu vida? -Me pasó como con el fútbol, que me aburrió por cantidad de competencias, partidos, millones. Creo que Juan Carr, de la Red Solidaria, hoy es más político que los políticos. Necesitamos urgentemente eso, acciones. Será que vengo de una familia honesta, de grandes padres y trabajadores. Prefiero la cultura del sacrificio.