A los libros, por la vía de las erratas
En un ensayo que tuvo innumerables lecturas, “Hacia una Nueva Edad Medio”, Umberto Eco ironizaba sobre el novísimo ciberespacio, al señalar que su ética se perfilaba “mucho más íntegra que la de los intereses capitalistas. (Los hackers) nos protegen hasta de nosotros mismos.” Su artículo, juzgado antimoderno en su hora por algunos, adquiere nuevas resonancias cada día. Consideremos las astucias que emplean algunas editoriales para hacer su márketing. Los “metadatos” son todas aquellas informaciones sobre un libro que lo rodean y se difunden en internet: tapa, síntesis de la obra, biografía del autor, los pintorescos blubs de sus críticos y elogios de lectores, infinidad de pequeños mordiscos de degustación publicitaria. Según los editores, cuando esta ingeniería de metadatos está bien hecha, aumenta hasta el 30 por ciento la venta de un libro en papel. Una insospechada masa de lectores compra un libro solo después de haber glugleado sobre él y, por ende, luego de haber sido expuestos a las radiaciones de esos metadatos… Dentro de esta información, aunque invisible para el lector, quienes alimentan las webs editoriales emplean palabras claves, las vías que “colectarán” lectores a esos sitios. Siguiendo una práctica que lleva algunos años en España, especie de versión cómica de la Real Academia Española, han descubierto el filón de que las erratas en los apellidos y sobre todo las barrabasadas ortográficas aportan un caudal inesperado de audiencia; y suenan dispuestas a grabar al ácido, en la memoria de los lectores “malgramáticos”, las erratas que más reditúan. Ejemplo: si se ofrece un Recetario de repostería sana, con el subtítulo “libre de huevo”, incluirán la palabra correcta, junto con “güevo”, “huebo”, “uevo”, en fin, el catálogo entero de errores. Cuentan que Bertolt Brecht, uno de los dramaturgos faro del siglo XX, conservaba siempre en su escritorio un burrito de madera con un cartel al cuello, “Hasta yo debería entenderlo”, a modo de talismán contra la soberbia. Quienes manejan los metadatos, sin embargo, quizá vayan más lejos y les rindan culto. Tal vez porfíen que exista el asno mayor que, después de buscar la obra con la palabra sin hache, desista de comprar el libro por creerlo otro -juzgándolo en otro idioma.
A comienzos de este siglo, a pocos años de la masificación de internet, ya se habían repertoriado martingalas y cibercrímines multiformes, con un continente propio dedicado a los abusos en torno de las erratas, sobre todo las involuntarias. Un usuario puede conocer la ortografía de una palabra y teclearla mal. Es lo que se conoce como “síndrome del dedo gordo” -ante un teclado estrecho o por simple apuro. Se trata de estafas posibles por la desatención del internauta, esa palabra preciosa, de vida efímera. Se llamó a estos delitos “typosquatting” –de typo, errata tipográfica, y ocupación ilegal: ciberocupación basada en el error. En los últimos años de la década del 90, innumerables dominios fueron registrados presuponiendo errores de tipeo que llevarían a solicitar páginas de forma accidental, para luego venderlos a titulares de los dominios correctamente escritos, para captar también a quienes se equivocaran. Desde luego, no se trata del mismo abuso; pero digamos que el typosquatting mutó y vino a estilizarse con este empleo astuto de los sitios editoriales, no obstante de resonancia iletrada.
La inducción de la errata –es lo que hacen- tampoco repara en la corrección de los apellidos. Así,
Se estima que la buena presentación digital aumenta hasta 30% la venta de un libro.
ofrecerá títulos de Isavel Ayende y Carlos Ruis Safón. Cuanto más popular un autor, más variaciones incorrectas de su nombre deberán ser incluídas. “Por lógica”, sostienen estos editores. La mejor práctica, en todos estos casos, es la malapraxis, la captación por la búsqueda errónea. Proyectando este ingenio, se podría imaginar que todo libro que contenga una hache o una zeta tiene estadísticamente más chances de venta, debido al récord siempre en aumento de la mala ortografía –hasta que hayamos olvidado la diferencia, como quiera que se deletree en el futuro.
Otra de las nuevas astucias es en verdad una trampa, impugnada por Google. Una editorial argentina ya lleva tres sanciones, de hecho. Consiste en captar público sirviéndose de la competencia, es decir, a través ya no de la errata sino del engaño. Si se quiere promover un libro de Estanislao Wainrach o David Perlmutter, autores sobre divulgación en neurociencias, una de las palabras clave será la editorial de la competencia en la que publica Facundo Manes, el bestseller.
¿Es demasiado catastrófico imaginar una biblioteca entera invadida por errores ya irreconocibles, sin ortografía de ninguna especie? Esto precisamente horripilaba a Eco.