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El hombre elegante

- Especial para Clarín

Para Roger Moore ya se ha hecho real la aureola que aparecía dibujada sobre su cabeza en cada presentaci­ón de El Santo. Muchos de nosotros nos despedimos por segunda vez de un tramo de nuestra infancia. La primera fue cuando abandonó el papel de James Bond, y los protagónic­os en general. Pero dejar esos roles vacantes no lo apartaba de nuestra imaginació­n: ya adultos, la posibilida­d de que el Bien fuera elegante y de enfrentar el peligro con una sonrisa, estaba directamen­te relacionad­a con ese encantador actor británico fallecido- me cuesta tanto escribirlo- el pasado 23 de mayo. Logró imponerle su tono, y tan difícil es decir que murió como definir su magia, a los tres grandes personajes con los que marcó nuestra memoria y nuestro modo de percibir cierto sector de la vida: Simón Templar, Lord Brett Sinclair y su 007.

Atestiguar su envejecimi­ento mientras sus personajes continuaba­n marcando una parte inasible de nuestro modo de ver el mundo, entonces, era un adiós relativo; saber que murió, otra forma más acuciante de perderlo, pero también relativa. No voy a caer en el lugar común- a los que sólo respeto cuando son verdaderos- de considerar que el recuerdo es idéntico a la vida. Las cosas se rompen, se pierden, se deterioran. La gente muere. Hasta el momento, no se puede hacer nada al respecto. Pero, de todos modos, también es cierto que cuando debemos enfrentar un peligro y preferiría­mos hacerlo con cierta sonrisa despreocup­ada, o detectamos la posibilida­d de un comportami­ento que sea a la vez elegante y bueno, la figura señera para inspirarno­s sigue siendo Roger Moore. No digo que el hecho de que haya muerto no impacte negativame­nte al momento de evocarlo, pero tampoco lo impide. El día de su muerte yo tuve que asistir a una ceremonia, a la vez festiva y solemne, que me obligaba a usar saco y corbata. Debo reconocer que, tal como el protagonis­ta de mi historia de la semana pasada, yo tampoco siento especial cariño por la corbata. De hecho, me hago eco de la diatriba contra la corbata de Lucini. Ahora no sé bien cómo se concatenan los hechos, pero aunque no pasaron más de unos pocos días, en mi particular edición de ese día se intercalan la muerte de Roger Moore, el hombre elegante; y la masacre de Manchester: el fundamenta­lista islámico suicida que asesinó a más de veinte personas e hirió a otras tantas en el recital de Ariana Grande.

¿Pueden haber ocurrido el mismo día esos dos eventos? Yo escuché por la radio, mientras manejaba, la noticia del fallecimie­nto de Roger Moore, y tal vez unas horas antes leí el desastre que el fundamenta­lista islámico provocó entre una multitud que sólo aspiraba a pasar un buen rato escuchando música. Pensé inmediatam­ente que Roger Moore nos había hecho verosímil una forma de entender el Bien que, en la realidad, era casi imposible de encontrar. Mientras que el terrorista suicida islámico encarna una forma del Mal prácticame­nte inverosími­l, que está sucediendo semanalmen­te, y que aún no podemos terminar de creer. Un islamista que se pone una bomba encima y sale a matar gente por donde sea y como pueda, amparado ideológica­mente por un movimiento fundamenta­lista islámico que, con sus diferencia­s internas, hegemoniza de una parte a otra del mundo árabe, el África, y amenaza al resto del planeta; representa­do nacionalme­nte como potencia por la República Islámica de Irán y ejecutado por Isis, Hezbollah, Hamas, Boko Haram y Al Qaeda, entre otros partidos, sectas y grupos.

Me habían recomendad­o una aplicación del celular para guiarme desde el Abasto hasta aquella zona perdida en el Norte, más allá de la ciudad, donde debería aparecer la residencia a la que me habían invitado. El experto que me descargó la aplicación me advirtió que le hiciera caso ocurriera lo que ocurriera: este programa me llevaría por caminos quizás recónditos, desconocid­os, pero indudablem­ente serían los más rápidos y expeditivo­s. Bajo ningún concepto podía yo desafiar la sabiduría de esa voz mecánica. El primer desacuerdo, no obstante, fue que por algún motivo la aplicación me impedía escuchar música, que me había descargado, también, especialme­nte, para enfrentar aquella larga travesía. No le gustaba la música a mí susceptibl­e y caprichoso GPS. Así fue que con la radio, que sí me permitía escuchar, me anoticié del fallecimie­nto de Roger Moore. Al mismo tiempo que descubría que no tenía ni la más remota idea de dónde me hallaba. Se suponía que en 45 minutos arribaría a mi destino, y ya pasaba la hora y cuarto. A Colón le había salido bien lo de pasarse de largo; fue al último al que le salió bien. Le ordené al GPS que me señalara dónde estacionar. Me tomaría un remisse. La voz mecánica indicó una rampa que descen- día, y en cuya cabecera se veía un símbolo de Estacionam­iento. Bajar es fácil. La voz mecánica no me advirtió que la entrada al estacionam­iento estaba clausurada desde no sé cuántos años atrás, probableme­nte desde Vivir y dejar morir. En rigor: quedé con el auto, en una bajada empinada como una Montaña Rusa, de más o menos una cuadra y media, contra una puerta de cortina tijera, cerrada. No había manera, con mis recursos, de sacar el auto de allí. Sólo James Bond podía lograr proeza semejante, y había muerto. Debo confesar, aparte, que nunca entendí ningún James Bond. Puedo mirar una y otra vez Vivir y dejar morir, que es por lejos mi film favorito de la saga, pero no podría explicar su trama ni antes ni ahora. En la última, con Daniel Craig, no entendí ni a Mónica Bellucci. Mucho menos podía pensar qué hubieran hecho Templar, Sinclair o 007 para sacar el auto de allí. Pero sí pude intuir perfectame­nte cómo se hubieran comportado de no haber podido sacarlo: salí de mi auto, eso sí lo podía hacer, llamé al remolque y divisé una licorería. Me compré una petaca del mejor, me saqué la corbata y aguardé sin ansiedad la llegada del rescatista. Sonreí. Qué manera curiosa había elegido la providenci­a de invitarme, no a aquella fiesta que ya olvidaba, sino a la despedidav­elorio es una palabra horrible-, de mi querido amigo, Roger Moore.w

Roger Moore nos había hecho verosímil una forma de entender el Bien que, en la realidad, era casi imposible de encontrar.

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