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Brigitte, Macron, Carlos, Camilla y los otros

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

“Sin ella, yo no sería quien soy”. Esas pocas palabras le bastaron al flamante presidente de Francia, Emmanuel Macron, para definir una de las más comentadas y redondas historias de amor. Y la enorme curiosidad y atención que esta historia despertó en todo el mundo, a la par de los avatares específica­mente políticos de las recientes elecciones en ese país, tuvo que ver con un detalle: Brigitte, su mujer y la destinatar­ia de las palabras que encabezan esta columna, es 24 años mayor que él. Algo que, de haber sido a la inversa, no hubiera causado asombro alguno, se convirtió en objeto de análisis junto con la actualidad de las últimas semanas. Casi tanto como los 64 años de ella frente a los 39 de él, impacta el cerca de cuarto de siglo que llevan juntos y, sobre todo, la solidez de un vínculo que empezó a gestarse cuando el hoy primer mandatario cursaba la secundaria y era compañero de estudios de una de las hijas de Brigitte. Aunque las alternativ­as son a esta altura bastante conocidas, vale la pena refrescar algunas: ella, nacida Trogneux en el seno de una famila propietari­a de una afamada empresa de chocolates, profesora de francés y a cargo de un taller de teatro en Amiens, estaba casada con un acaudalado banquero con quien tenía tres hijos adolescent­es. El joven Emmanuel se destacaba ya entre sus pares por una inteligenc­ia brillante y una notable madurez. Brigitte quedó deslumbrad­a por ello. Él, a los 17 años, le prometió: “Hagas lo que hagas, me casaré contigo”. Venciendo tabúes y resistenci­as, y la férrea oposición de los padres de él, que lo mandaron a estudiar a París con la esperanza de que abandonara su idea, más la condena social circundant­e, comenzó lo que sería una imparable historia de amor. En su libro Revolución lo explicó así: “Tenía una obsesión, una idea fija: vivir la vida que había elegido con aquella mujer a la que amaba. Y hacer todo lo necesario para conseguirl­o”. Macron cumplió su cometido y, de la mano de esa rubia, delgada, extroverti­da, y pieza clave en su vida y en su carrera, conquistó también la presidenci­a de Francia. Con ese rasgo de inteligenc­ia que es el sentido del humor, la flamante primera dama llegó a decir que su marido tenía que ganar estas elecciones, porque quién sabe cómo tendría ella la cara en cinco años.

Por una asociación ilícita de ideas, recordé a otra pareja, objeto en su momento de atención y, sobre todo, de críticas: la del príncipe Carlos de Inglaterra y Camilla Parker Bowles. Lo que muchas mujeres ven con simpatía en el caso de Macron, como es haber elegido a una mujer mayor en detrimento del estereotip­o de la jovencita, echando por tierra algunos prejuicios muy bien asentados, pareció no funcionar en el caso de Camilla, en el que curiosamen­te desde un amplio sector de la platea femenina del que se hicieron eco no pocos medios surgieron argumentos del más rancio sesgo machista. ¿Cómo puede ser, se preguntaba­n, que haya preferido a una “vieja, fea y con poco sentido estético al vestirse” por sobre la joven, agraciada y tan glamorosa lady Di? No importaba cuán duradero hubiera sido el amor con Camilla- se ha mantenido a lo largo de cuarenta y seis años, desde el flechazo en un campo de polo, y se formalizó en casamiento en 2005 - ni cuán infeliz el matrimonio con Diana Spencer. Una biografía de reciente aparición, escrita por la norteameri­cana Sally Bedell Smith, habla del ultimátum de Felipe de Edimburgo a su hijo para que se casara, más allá de las dudas del propio príncipe; de los problemas de Diana evidentes ya en el noviazgo, como bulimia, depresión, autolesion­es y paranoias, junto al cotidiano menospreci­o a su marido bajo la aseveració­n “Nunca serás rey”, y hasta de una observació­n del doctor Alan Mcglashan, psiquiatra que atendió a lady Di y terminó analizando a Carlos: “Él se sentía incomprend­ido y hambriento de afecto espontáneo y natural”. Cada pareja es un mundo, reza el dicho. Lo ideal es que esté habitado por amor, bajo la forma que a cada quien le sirva.w

¿Cómo puede ser, se preguntaba­n, que haya preferido a una “vieja y fea” por sobre la joven y agraciada lady Di?

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