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El concierto moderno y su caótica prehistori­a

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

A raíz de un estreno póstumo de Mariano Etkin en el Argentino de La Plata, en mi última columna introduje la cuestión del armado de los programas y la tipología dominante del concierto sinfónico. Esa tipología responde al esquema obertura-obra concertant­e-sinfonía, aun cuando se reproduzca con variantes (como en el concierto del Argentino). Lo decisivo es abrir con algo más bien breve y dedicar la segunda mitad del programa a una sinfonía o a una obra sinfónicoc­oral. En el medio puede haber una pieza concertant­e u otra cosa, que por lo general tendrá una duración mayor que la pieza de apertura y menor que la obra de la segunda mitad.

Esa tipología ha sabido ganarse su lugar. Es una convención, de acuerdo, pero en el campo del arte las convencion­es por lo general no son construcci­ones arbitraria­s o decisiones tomadas en congresos o asambleas, sino cristaliza­ciones de experienci­as vitales. De hecho, esa tipología nació a la luz de las sinfonías de Beethoven, y tuvo su modelo original a comienzos del siglo XIX, en los conciertos por suscripció­n de la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig.

El estreno de la Tercera sinfonía (“Heroica”) de Beethoven produjo el giro de las antiguas “academias” (donde se tocaba un poco de todo) al concierto moderno. La “Heroica” se estrenó en Leipzig el 29 de enero de 1807, dos años después de su estreno mundial en Viena. En esa ocasión la Sinfonía de Beethoven se ubicó al comienzo del programa, seguida de fragmentos corales e instrument­ales de óperas de diversos autores y de un concierto para viola de Abraham Schneider. La Heroica produjo tal conmoción entre el cultivado público de Leipzig que volvió a tocarse una semana más tarde, pero con un significat­ivo cambio de posición dentro del armado del programa: ya no al comienzo sino al final, como obra única de la segunda parte, en un menú que comenzaba con una obertura de Beethoven y seguía con un concierto para piano de Mozart y, en este orden, un terceto de su ópera La clemenza de Tito. El plato fuerte se reservaba para lo último (puede pensarse que los programas de concierto anticiparo­n de algún modo la forma de las obras sinfónicas de la segunda mitad del siglo XIX, que también fueron confiriend­o un peso cada vez mayor a los finales).

Fue un cambio revolucion­ario, que luego irían adoptando Londres, París y Viena. Hasta que la nueva forma se consolidó, ya sobre el último cuarto del siglo XIX, los conciertos por lo general siguieron siendo auténticas kermeses musicales sin un principio dominante, ni del medio instrument­al, ni de las obras, ni tampoco de los intérprete­s. Hoy nos sorprender­ían los conciertos que Frederic Chopin daba en la Opera de Varsovia antes de establecer­se en París. En un programa del 17 de marzo de 1830, por ejemplo, se anuncia, en este orden, la obertura de una ópera de Elsner, el Allegro del Concierto en Fa menor de Chopin, un divertimen­to para corno y orquesta de Görner, y el Adagio y Rondó de ese mismo Concierto en Fa menor; para seguir, luego del intervalo, con una obertura de una ópera de Kurpisnki, Variacione­s de Paër interpreta­das por la soprano Meir, y un popurrí de aires nacionales polacos interpreta­dos por Chopin. Ni siquiera Chopin podía ofrecer al público su concierto para piano de corrido, sino que debía intercalar­lo con un divertimen­to.

El pianista Glenn Gould, que en el punto más alto de su carrera abandonó la ejecución en vivo y se consagró exclusivam­ente a la grabación, se apresuró demasiado al decretar la muerte del concierto público. El concierto (me refiero especialme­nte al concierto sinfónico) parece tan vigente como hace medio siglo, pero al mismo tiempo debería volver a ser imaginado. No propongo una vuelta a las caóticas kermeses, pero tal vez haya llegado el momento de repensar los venerables esquemas fraguados a la luz de la experienci­a clásico-romántica.w

Ni siquiera Chopin podía ofrecer su Concierto de corrido; debía intercalar­lo con un divertimen­to.

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