“El Barrabrava” que debió esperar por consejo de Abelardo Castillo
El periodista de Clarín cuenta el extenso recorrido que lo llevó a publicar su primera ficción.
Eran los comienzos de los años ‘90 y, aunque ya había comenzado a sobrevivir en el bote del periodismo, el paraíso de la literatura me llamaba. Y me llamaba sin descanso. Por eso fui hasta la casa de Abelardo Castillo, donde el escritor genial vivía y enseñaba algunos trucos esenciales para escribir al menos decentemente. Aunque no me conocía, me recibió con amabilidad en el descanso del living. Allí atrás se veían algunos de sus alumnos escribiendo, pero no me invitó a sumarme a ellos. - ¿Tenés algo para leer?-, me dijo sin darme tiempo a nada.
Me sorprendió y me avergonzó que Abelardo Castillo, el autor de El que tiene sed, el de Crónica de un iniciado, quisiera leer algo mío. Saqué de una carpeta vieja un texto tipeado con máquina de escribir. Un cuento corto, totalmente olvidable, y él se puso a leerlo allí mismo, de pie. La prueba duró como diez minutos. Todo ese tiempo no alcanzó para que dejara de temblar. - Está bien... -, me dijo. -Sabés lo básico, no tiene sentido que vengas al taller. -¿Sos un tipo de plata?-, me preguntó sin respirar.
Le dije que no con la cabeza porque las palabras no me salían. Y era cierto que la plata apenas me alcanzaba para comer casi todos los días del mes. - Entonces no tiene sentido que te saque la plata yo…-. Creo que sonrió un instante y continuó. - Seguí escribiendo, seguí hasta que aprendas en serio…-.
Entonces supe que se había acabado el tiempo. Le agradecí y lo saludé sin atreverme a decirle cuánto lo admiraba. Fue la primera y única vez que lo vi personalmente. El resto de nuestra relación siguió a través de la degustación de sus frases y de sus metáforas.
Acepté el consejo y seguí escribiendo. En todos estos años, fueron dos novelas. La primera, La batalla de Boulogne, fue finalista del premio Planeta en 1996 pero jamás se publicó. Y no se publicó pese a los esfuerzos que María Esther de Miguel, la gran ganadora del concurso, realizó para convencer a algún integrante del ambiente literario de que la publicaran. Nunca lo logró.
En el 2000 insistí en el mismo concurso con otra novela escrita ese año. La había construido rápido y la entregué, periodista al fin, el mismo día del cierre. En el fragor de la madrugada se habían escapado imperdonablemente algunos acentos y alguna palabra que menoscabaron la presentación. Pensé que nadie iba a notarlo en el jurado. Tan convencido estaba de lo maravilloso que era mi trabajo. Siempre es así con la ceguera de la ficción.
Pero en el jurado estaba Abelardo Castillo y él si lo vio. Y él fue el que pi- dió al resto del jurado sacarla del concurso. Por eso, la novela no apareció en ninguna mención.
Tengo que decirlo. La tormenta de la realidad me deprimió un poco. - Abelardo si la leyó y nos dijo a todos: “No puede concursar una novela que tiene fallas de edición”-.
Otra vez, la encargada de acompañar mi tránsito tortuoso hacia la literatura fue María Esther, quien hoy ya no está y que integraba aquel jurado junto a Abelardo Castillo. Extraño su esfuerzo desinteresado por volver a intentar que se publicara algún trabajo mío. Así es María Esther, me dijeron. Lamenté mucho su partida como, hace pocos días, volví a sentir el vacío con el viaje de Abelardo.
Tiré la novela en un rincón. Pasaron quince años hasta que volví a leerla, a evaluarla críticamente, a entender cuanto le faltaba para ser siquiera mediocre y a reescribirla. Y escribí todavía cuatro capítulos más para seguir en definitiva el consejo que Castillo me había dado dos décadas antes: escribir hasta aprender en serio. Una suerte de límite infinito de esos que jamás se alcanzan.
Allí está El Barrabrava entonces, que acaba de publicarse después de un largo camino. Una historia de poder, de fútbol y de argentinidad. Un camino de victorias efímeras y de derrotas inevitables. Una novela incompleta en busca del horizonte que necesitamos los iniciados. El que aquel día me marcó Abelardo Castillo. Tal vez sin saber, ni él ni yo, que me estaba dando una lección inolvidable.