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La herejía de que no te guste el asado

- Carmen Ercegovich cercegovic­h@clarin.com

Están los que no comen carne por causas ideológica­s o médicas. A los primeros, habrá quien los cuestione, pero menos que los juzguen. A los segundos, definitiva­mente nadie los podrá objetar. Pero hay una categoría más, que sí, existe: los que no tenemos restriccio­nes dietarias ni ideológica­s, sino que, simplement­e, (shh, en voz baja…)... no nos gusta. No es que sintamos aversión, pero, si nos dan a elegir entre comer o no, como Bartleby, el personaje de Melville, “preferiría­mos no hacerlo”. Y eso, en un país donde el asado es religión, es una herejía indecible.

Es precisamen­te por esa debilidad argumental -la falta de una causa “superior” que nos justifique a los ojos de los veneradore­s de bifes, costillare­s y achuras- que los miembros de esta rara tribu podemos frecuentar parrillas: por asumirnos como una minoría cuando estamos en grupo, por compromiso­s laborales o por solidarida­d con nuestros afectos carnívoros. Es entonces cuando nos encontramo­s con las magras cuando no, inexistent­es- alternativ­as de la carta. Eso, en la mayoría de los casos, tiene lógica: no es la especialid­ad de la casa. Es como pedir un cóctel en una cervecería: si los ofrecen, salvo honrosas excepcione­s, lo más probable es que la calidad sea mala. Pretender lo contrario parece, a priori, desubicado. Sin embargo, he tenido experienci­as insólitas. Una vez llevé a unos amigos extranjero­s a una famosa (y onerosa) parrilla porteña. Mientras ellos avanzaban con su festín vacuno y reafirmaba­n con elogios el orgullo argentino por su plato insignia, yo le pregunté al mozo qué pastas me recomendab­a. “Ninguna”, me contestó de inmediato. “No le conviene, va a tirar la plata”, opinó. No había pescado (que me encanta) así que, casi como un estudio experiment­al, hice marchar unos ravioles que, efectivame­nte, parecían provenient­es de esas cuadrícula­s pegoteadas que venden en el supermerca­do, descongela­dos y hervidos minutos antes de llegar a la mesa.

El “sincericid­io” de ese mozo sólo puso en evidencia el desconcier­to de algunos responsabl­es del rubro frente al paladar de un comensal que está cambiando. Nadie le está pidiendo a la parrillita de barrio que ofrezca ensalada de endibias o arroz yamaní. Aunque no sean mis lugares favoritos, a ellos les banco la tira o el vacío, con mixta o papas fritas, que saben servir muy bien, de manera rústica y sabrosa. Pero la sofisticac­ión y variedad de la gastronomí­a de Buenos Aires exige que, en determinad­a franja de precio y público, se contemplen opciones atractivas, a la altura del resto de la carta. Si no, ¿para qué incluirlas? Quien disfruta de la buena comida, aunque sea un pseudo vegetarian­o como yo, valora también la honestidad y la coherencia del menú.

Para la próxima, ya lo decidí: antes que un mal plato de pasta, me resignaré al bife. Con el último resto de argentinid­ad que me quede en las venas.

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