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Marcando la Z del Zorro

¿Quién no jugó de niño a los duelos de espadas? Ahora, muy diferente es tomar una clase de esgrima de verdad.

- Pablo Vaca pvaca@clarin.com

En gard.

En el principio fue El Zorro, obvio. Todos quisimos alguna vez ser Don Diego de la Vega y salir por la noche montados en Tornado, vestidos de negro con capa y antifaz, a hacerles pagar las culpas a los malos, marcándole­s la Z con la espada. En mi caso, gracias a los buenos oficios de una tía abuela que, como casi toda mujer de aquella generación dominaba los secretos de la máquina de coser, gocé de un traje completo de Zorro que me permitió andar por la vida disfrazado como Dios manda. Con el sombrero y la espada (de plástico), claro. Luego vinieron Kung Fu y El Hombre Nuclear. Kwai Chang Caine y Steve Austin tenían otras habilidade­s para imi-

tar, por lo cual la esgrima fue cayendo en desuso en el mundo de fantasía de mi infancia. Sin embargo, en algún lado persistió el deslumbram­iento por los duelos a espada, alimentado por otro montón de personajes: desde la tortuga D’artagnan hasta los mismísimos Tres Mosquetero­s, desde El Príncipe Valiente hasta Sandokán. Todos dominaban el arte del espadeo.

Pero lo cierto es que, finalmente, nunca en la vida pude agarrar una espada de verdad. Hasta ahora, en esta noche de invierno porteño, en uno de los palacios más emblemátic­os de la ciudad, el Círculo Militar, en Retiro, donde el profesor Juan Pablo Barbosa, esgrimista de alta calidad y experienci­a, accede a mostrarme los rudimentos de este deporte bien técnico, como el tenis o el golf, donde no se trata de ser fuerte sino hábil. Y resulta fascinante.

Primero, muy importante, hay que ponerse el equipo correspond­iente. No es el disfraz del Zorro, pero tiene lo suyo: peto (una especie de chaleco protector anti estocadas), pantalón (con refuerzo allí, exactament­e allí, por las dudas) y chaqueta. Luego se agregarán la careta y el guante (para

la mano derecha). Una entrada en calor, con especial énfasis en la elongación de los isquiotibi­ales, que resultan ser claves en esta actividad, y a aprender los movimiento­s básicos.

La posición de guardia es la fundamenta­l. Con las piernas flexionada­s, se pone (en el caso de los diestros) el pie derecho adelante y, a noventa grados, el izquierdo. El brazo derecho se estira como cargando una bandeja y el izquierdo va hacia atrás, con el codo doblado y la mano hacia arriba. Cuando se avanza, primero se mueve el pie derecho y el izquierdo lo sigue. Al retroceder, al revés. Tiene algo de danza el movimiento. Entonces sí, el gran momento: a tomar la espada.

(Breve paréntesis. En la esgrima moderna se usan tres armas. El florete, la espada y el sable. Todas miden alrededor de un metro. El florete es el más delicado y se puede tocar al adversario sólo en el torso. La espada es la más sencilla para comenzar, entre otras cosas porque se puede tocar al rival desde los pies a la cabeza. El sable, en tanto, permite golpear con la punta y también con el filo o el contrafilo).

Plantado sobre la pista o pedana, que mide 14 metros, Juan Pablo me enseña a hacer el movimiento de estocada más elemental. Hay que apuntarle a un “blanco” de cuero. Me paro a la distancia indicada, y sigo las instruccio­nes: se estira el brazo a fondo y el pie derecho se adelanta, sin levantar el izquierdo. La sensación de ridículo es inmediata: mi espada toca unos 20 centímetro­s abajo del blanco. Resulta que hay que mirar mejor y mantener el ángulo del brazo. Entonces sí: clavo la espada a fondo, se curva la hoja como en las películas y me siento Athos, Porthos y Aramis.

Frente a frente con el profe, aprendo luego a avanzar y retroceder atacando

y defendiend­o, y el movimiento circular de muñeca que desvía el ataque rival. Él lo hace con garbo y elegancia. Yo… A esta altura, con la careta, la chaqueta, y el ejercicio, estoy transpiran­do con generosida­d.

Como no es una clase en el sentido estricto, sino que se trata de probar la experienci­a en general, Juan Pablo me invita a “enchufarme”, para que mi equipo registre en un contador eléctrico los golpes tal como se ve en las competenci­as, y me designa una experiment­adísima rival de 21 años quien, con paciencia y piedad, me enfrenta en combate y trata de no hacerme pasar demasiada vergüenza. Ahí es cuando finalmente uno entiende que esto es un deporte de combate, como el box o el taekwondo y que el contrincan­te no se va a enojar si uno intenta “pegarle”, y que mejor defenderse porque, pese a las proteccion­es, los toques se sienten. La adrenalina circula y la experienci­a es intensa, agotadora. No da descanso y a la vez es desestresa­nte. En eso escucho un “beep” del tablero y siento una punta que me presiona a la altura del hígado.

Touché.

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FOTOS: MARTÍN BONETTO
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A fondo. El profesor, Juan Pablo Barbosa, le explica al cronista, de blanco, diferentes aspectos: desde la pósición de guardia hasta la estocada (arriba).

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