La alegría de los pataduras
Fútbol, tenis, handball: no hay caso, soy muy malo. Veinte minutos de cinta y otros tantos de bicicleta fija, más series de abdominales: estoy cumpliendo la rutina, pero me aburro mucho. Un día, mientras la música en los auriculares ayudaba a capear la velocidad de tortuga, algo me llamó la atención. Una treintena de mujeres (de todas las edades) se sacudía intensamente en un salón.
Música de hits latinos, gente contenta, movimientos que parecían fáciles. Una gentil instructora adivinó que había un varón y se dedicó a estimular la participación en su clase. Aunque ella bailaba como si fuera del Bolshoi -más tarde, me enteré que tenía entrenamiento ruso en ballet-, su propuesta era seguirla, en la medida de lo posible, con desplazamientos sencillos.
Para alguien acostumbrado a ser el arquero al que le entraban todos los goles o el tenista que perdía 6-0, 6-0, la consigna de “acá nadie te mira, podés hacer todo mal, lo único que está bien es divertirse”, que repetía la profesora, sonaba atractiva. Efectivamente, las chicas iban para la derecha en cada canción y este cronista se desplazaba a la izquierda. Una situación que parecía un desastre era celebrada por la instructora como “mientras no pares de moverte y tengas una sonrisa, estás cumpliendo con los objetivos”.
Así llegué a Zumba y me volví un adicto. Hay maratonistas, Iron Man, crossfitters y otras tribus “fitness”. Y estamos los “Zumba freaks”: podemos tomar 8 clases seguidas en un día. El crucero de Zumba es el paraíso para los “zumberos”. Reune a los 50 mejores profes de todo el mundo, seleccionados entre miles y miles de instructores que imparten clases para 15 millones de personas por día.