El secreto de las transcripciones
Siempre me llamó la atención la transcripción a dos pianos que Anton Webern hizo de la más fantasiosa obra para orquesta de su maestro Arnold Schoenberg. Es una transcripción casi imposible, ya que las Cinco piezas op. 16 ( 1909) son por momentos una pura fantasía tímbrica de Schoenberg, al punto que la tercera de ellas, Farben (Colores), es prácticamente un mismo acorde que va siendo relevado por los distintos instrumentos (el amigo de las cosas casi imposibles Daniel Barenboim hace unos años la tocó en el Colón con su mujer, la pianista Elena Bashkirova).
Schoenberg había desarrollado el concepto de “melodía de timbres”: si concebimos melodías en las que la altura cambia y permanece el timbre o el instrumento -razonó el músico vienés-, por qué no podríamos crear melodías en las que lo que permanezca sea la altura y lo que cambie, el timbre. Hay mucho de eso en Farben, aunque la pieza es más que un mero acorde cambiante.
Por supuesto, el efecto del relevamiento orquestal, que es precisamente lo característico de Farben, se pierde por completo en los dos pianos. No me imagino a un músico italiano haciendo una transcripción tan extrema, pero es muy probable que en la Escuela de Viena dominase el sentimiento de que toda buena composición debía poder tocarse en el piano. Tal vez eso tuviese que ver además con una tradición muy arraigada en los países de Europa septentrional, no sólo entre los músicos profesionales sino también entre los amateurs; una tradición en la que el piano tuvo un lugar central no sólo como medio artístico sino además como medio de conocimiento. Durante mucho tiempo las sinfonías y las óperas se conocieron a través del piano, y todavía en 1933 Th. W. Adorno aseguraba que ninguna orquesta podía transmitirle de modo tan pleno la tensión de las movidas corcheas en el inicio de la Sinfonía en sol menor de Mozart como “la discutible entrada del segundo pianista”.
La casi absurda transcripción de Webern con toda seguridad entraña un secreto. Su sentido no se agota en una mera economía o en una función utilitaria. “Yo no sé si no es más bello crear la ilusión de la flauta en el comienzo del
Fauno que la flauta misma”, me respondió Daniel Barenboim cuando le pregunté qué se gana y qué se pierde con las transcripciones a dos pianos (o a piano a cuatro manos) que acaba de presentar con Martha Argerich en el Colón, en un programa íntegramente consagrado a Claude Debussy: Preludio a la siesta de un fauno, El
mar, la obertura de la ópera El holandés errante de Wagner (también en transcripción de Debussy).
En el caso de la obertura wagneriana puede haber todavía un eco del piano como orquesta sustituta. Al fin de cuentas todas las óperas tiene una reducción al piano. El general el movimiento de la transcripción va del piano a la orquesta, como hizo Debussy con las Gymnopédies de Satie y como hizo Ravel con los Cuadros
de una exposición de Mussorgski y con tantas obras propias; entre estas últimas, tal vez la más sorprendente sea Mi madre la oca, la desnuda y bellísima suite para piano a cuatro manos que Ravel escribió para dos pianistas primerizos, y que después llevó a la orquesta con un impresionanante despliegue de detalles (que también Barenboim nos hizo oír estos días, en sus conciertos con la Orquesta del West-easter Divan).
En El mar el movimiento es inverso, de la orquesta al piano. Pero no se trata de una reducción, sino de una transposición; los dos pianos no son un sustituto de la orquesta. Lo que buscó Debussy difícilmente fuese llevar El mar al pequeño formato del hogar o el salón. Tal vez lo que orientó esa transcripción haya sido la ilusión de la que hablaba Barenboim; o tal vez fueron los versos del Arte poética de Paul Verlaine: “¡Lo que buscamos siempre es el matiz/solo el matiz y nada de color!”w
“No sé -dijo Barenboimsi no es más bello crear la ilusión de la flauta en el comienzo del ‘Fauno’ que la flauta misma.”