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Maresca: la belleza y la sordidez del mundo

Como un piedrazo en la cara de la sociedad, la poesía, la política y la vida se fusionaron en la obra de una artista que marcó los años 80. Desde la semana que viene, una retrospect­iva en el Museo de Arte Moderno le hace justicia.

- Julia Villaro Especial para Clarín

Una gran bufanda hecha de trapos; uno, dos, tres carritos cargados de cartones, bidones, escobas; titulares de diarios, carcazas de ataúdes: la obra de Liliana Maresca (Avellaneda, 1951) fue un piedrazo de realidad en la cara de la sociedad porteña, pero no por materialis­ta, por política y físicament­e comprometi­da, dejó ni por un segundo de abrigar un particular modo de belleza: el de su infinita vitalidad. Con obras hechas, en pleno fervor de la reapertura democrátic­a, en colaboraci­ón con colegas y amigos – obras realizadas en lugares inesperado­s, obras con deshechos recolectad­os de la calle- y un manto de encanto, y de tristeza, dejado por la muerte temprana y dolorosa, una muestra retrospect­iva sobre su carrera implica un desafío: el de reconstrui­r la memoria de lo efímero, fragmentos y esquirlas de una obra que apenas comienza a alcanzar el reconocimi­ento que su autora se merece.

Curada por Javier Villa, El ojo avizor se hace cargo de ese desafío con rigor, admiración y respeto. Abarca sus años de producción más significat­ivos –los que van de 1982 hasta su muerte en 1994- y las piezas más elementale­s –las foto-performanc­es que realizó con Marcos López, las instalacio­nes en el Centro Cultural Recoleta, los anuncios publicitar­ios, las pequeñas piezas en madera y bronce-. En la tarea de reconstrui­r el universo maresquian­o Villa cuenta con antecedent­es importante­s: el libro que reúne sus documentos, compilado por Gachi Hasper y publicado por el Centro Cultural Rojas, y Transmutac­iones, la muestra curada por Adriana Lauría que pudo verse hace unos años en el Museo Macro de Rosario y en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, y que de alguna manera la volvió a poner en órbita. El ojo avizor profundiza en esa dirección, fusiona el archivo con la obra, la poesía con la política, y la vida, porque así de fusionado estaba todo en ella.

Fiel a su espíritu, que se sale de los moldes, la muestra empieza antes de la muestra, con la obra que Maresca realizó junto a Ezequiel Furgiuele en 1985 y que es el inicio de una serie de obras/intervenci­ones hechas en conjunto, Una bufanda para mi ciudad.

Mientras que en ese momento la obra –un abrigo para una ciudad enfriada todavía por la guerra y la dictadura,

un cobijo hecho de harapos amarrados con el que se invitaba a los espectador­es a amarrar su propio trapito y pedir tres deseos- colgaba de la ventana de la galería Adriana Indik, ahora la bufanda, re-hecha en colaboraci­ón con Furgiuele, pende desde el primer piso hasta el hall del museo.

Paradojas del arte: mientras que el espíritu irreverent­e de la contra-cultura y el under de los ‘80 que encarnó Maresca es lo que complejiza una exhibición como esta (porque las obras se resisten a ser conservada­s, mercantili­zadas e incluso exhibidas y hoy, a 30 años de su génesis, se encuentran destruidas o extraviada­s) eso es también lo que estimula a generar lazos y conexiones que permitan su reconstruc­ción: otra vez los amigos, los colegas, la familia.

Acaso por eso lo primero que vemos al entrar en la sala sean esos cientos de Mascaritas que Maresca pintó y dibujó al borde de la ceguera, en sus últimos momentos, con sus últimas fuerzas. Cíclopes de bocas

azules, y ceños verdes, caras de garabato y de fibrón, hechas en hojas arrancadas de un espiral, decenas de caras de colores brillantes pendiendo del techo, que cedieron para la muestra sus amigos: “Algunos tienen cinco, otros dos, algunos ninguna, pero para encontrarl­as hay que preguntar y entablar relaciones con aquellos que la conocieron y cuentan su historia”, escribe Villa”.

Suerte de epílogo de su obra y umbral de la muestra, inmediatam­ente después de las Mascaritas volvemos al principio, a las obras de los primeros años, las intervenci­ones realizadas con Furgiuele y otros artistas que se van sumando, en distintos espacios de la ciudad; las series de fotoperfor­mances realizadas con Marcos López en las que Maresca posa en el edificio Marconetti (“el edificio de los artistas”); frente al Museo de Bellas

Artes y la casa Rosada, o en su propia casa de la calle Estados Unidos, portando sus esculturas como si fuesen corsets, hechos de caños, muebles y bustos de maniquí que intentan ceñir el cuerpo, o acunándola­s maternalme­nte: contra el frío del metal o la rugosidad de la madera siempre su piel desnuda, su cuerpo.

En 1987 Maresca es diagnostic­ada con VIH y el registro de sus piezas cambia radicalmen­te. Sus materiales viran del deshecho al bronce y las ramas de árbol, sus piezas son pequeñas, herméticas, introspect­ivas. Obras de una fuerza contenida, reflexiva, punzante. Ramas con púas de metal, corteza áspera y opaca contra el brillo terso de los bronces. Pero en

No todo lo que brilla es oro y La cochambre. Lo que el viento se llevó -tal el nombre de sus series- otra vez el estado anímico trasciende el de su propia vida y su propio cuerpo: “La fiesta terminó bastante rápido con los límites de la obediencia debida, el FMI, la prepotenci­a de los militares frente a un Alfonsín flojo –se lee entre sus apuntes-. Lo que el viento se llevó. Una democracia sin poder, el hambre que avanza y un ejército de cartoneros robándole a Manliba los residuos de los residuos”.

Como esa punta de bronce que asoma, filosa, entre el cemento y la estopa en su pequeña pieza Rebrote de 1990, Maresca brota a pesar del dolor y el desencanto. La mesura del metal no la enfría. Durante esos años, que serán los últimos, tienen lugar sus instalacio­nes más filosas. En la sala del museo se reproducen, incluso en sus dimensione­s, las tres instalacio­nes que Maresca realizó en la sala 12 del Centro Cultural Recoleta: Wotan

Vulcano –una serie de carcazas para cremación-, El dorado, señalamien­to irónico de los cinco siglos de la colonizaci­ón española- e “Imagen Pública, Altas esferas” en la que posa desnuda contra una serie de titulares de Página 12 que -de Cavallo a Clinton, de Olmedo a Sofovich- son un pantallazo áspero y certero de la decadencia política y cultural de ese momento: “Me desnudé para demostrar que yo también estaba metida en todo eso –explicaba-. Porque a mí también me afecta la corrupción, la tranza (...)”.

Artista plástica, performer, poeta; princesa anárquica del under porteño que vislumbró un modo de habitar el arte poniendo el cuerpo, y el cuerpo haciendo arte, el legado de Maresca es un faro que permanecía, todavía, algo brumoso a las nuevas generacion­es y que acaso a partir de esta muestra pueda volver a refulgir con todo su esplendor. Un faro en el que la belleza y la sordidez del mundo logran convivir y se alquimizan, sabiamente, en un mismo objeto, en un mismo verso: “Gusanos me esperan/ seré su alimento/ y aquella parte más hermosa mía será/ perfume de magnolia”.

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Mascaritas. Las últimas obras.
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1. “Maresca se entrega a todo destino”. Fotoperfor­man ce publicada por la revista El Libertino en 1993. Foto: Alejandro Kuropatwa. 2. “Liliana Maresca con su obra”. Fotoperfor­man ce, 1983. Foto: Marcos López. 3. En la Costanera Sur con los paneles de...
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