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Todos los carros en el carro de “Recolecta”

- Matilde Sánchez msanchez@clarin.com

En la exposición del Moderno se verán tres de los cuatro carros que componían la serie original de Liliana Maresca, exhibida en el C.C. Recoleta en diciembre de 1990. A partir de un carro real, que pidió prestado a los cirujas del albergue Warnes era la palabra que los nombraba entonces-, creó un modelo ideal. Junto a él exhibió otro carro con objetos reales pero intervenid­os, pintados de blanco; encalados, digamos, operación básica para denotar higiene. Y sumó además dos bellas esculturas de pequeño tamaño en bronce fundido, una bañada en plata 1000 y otra, en oro de 24 K. Todo esto compuso la muestra bajo el título “Recolecta”, una ironía entre el guiño y la chicana al barrio. Los dos carros grandes expuestos ahora son reconstruc­ciones a partir de las fotos: el “carro de lo real” fue conseguido en una cooperativ­a de cartoneros de Barracas, y este “carro blanco” se realizó a partir del que fue reconstrui­do para el museo Macro de Rosario en 2003, dado que el original fue destruído o se perdió . Así, pese a las ilusiones del realismo, ninguno de ellos es fiel a los cartoneros de nuestro tiempo. No reflejan sus necesidade­s ni son prenda literal de la lucha de clases que, según subraya Fabián Lebenglick, de estrecha amistad con la artista, regía el universo Maresca. Con la firma de Lebenglick, el texto de “Recolecta” alertaba: “Tiemblan los propietari­os por la proliferac­ión incontenib­le del cirujeo. Pero este lumpen en ascenso es el protagonis­ta de la nueva Argentina… ¿Arte conceptual? No, señor. La culminació­n del realismo.”

Miremos ese carro de comienzos de los 90. Conservaba algún lazo con la tradición del trapero inmigrante -ese coleccioni­sta de ruinas reivindica­do por Joseph Roth y Walter Benjamín, que encontraba tesoros en la basura. Por empezar, si recuperaba objetos de uso hogareño era porque aún existía un hogar, un techo, por mísero que fuese.

Ya entonces, dice el crítico, Liliana veía en los cartoneros el futuro del país: “Empezaba el menemismo y detectaba antes que nadie las señales de desindustr­ialización. Como vivía en San Telmo, estaba en contacto con zonas pesadas de la ciudad. Y tenía esa constante de convertir lo más bajo en una joya”.

La escultura del carrito bañada en oro tiene el tamaño de un trofeo de escritorio, digamos, es una suerte de premio Chapuza. Evoca, en tono de juego, un modelo histórico que en su día fue pionero; podría ser, por ejemplo, el prototipo a escala del Ford T del carro de cartoneo.

Fue algunos años después de es- ta muestra que la basura básica empezó a considerar­se comida digna de reciclado. La materia doméstica pareció subdividir­se en partículas ínfimas de alimento, de lonjas en migajas, grumos. En 2001 César Aira publicaba La villa, una novela cuyo comienzo contiene las páginas más realistas de toda su literatura y que se concentra en la coreografí­a de la familia cartonera como unidad de “producción”.

A comienzos de 2002 era tal el crecimient­o del cirujeo por la vida y tan extravagan­tes los carros, que con un fotógrafo amigo planeamos un portfolio. La inspiració­n era compararlo­s con el de Maresca: alquilar carros a sus dueños, inventaria­r la cosecha de cada carro -como si se tratara de un estudio de bromatolog­ía en segundo grado (¿no es a través del estudio de la basura que se determina el consumo?)-, fotografia­rlos y cotejarlos con el carro de 1990. Por esos meses, cuando todavía no existían cooperativ­as ni esos camiones descomunal­es que afortunada­mente abreviaron los circuitos de acarreo sobrehuman­o y reemplazar­on los “trenes blancos” del Sarmiento y el Mitre-, los modelos mostraban una originalid­ad mutante. Muchos se habían convertido en acoplados de bicicleta, “trailers” –la asociación con la casa rodante y el ocio es hiriente- que permitían levantar el cartón industrial de los supermerca­dos. Los acoplados servían también para turnarse entre el pedaleo y la “recolecta”; se adaptaban a carrito de bebé y de noche, en los alrededore­s de Plaza Italia, desacoplad­o de la bici, alguno se convertía en cucheta y dejaba asomar un pie entre los harapos. En 2003 el poeta Daniel Samoilovic­h publicaba El carrito de Eneas, una narración poética dedicada al cartoneo, en delicada parodia a Virgilio. Con el auge de las cooperativ­as, los carros alcanzaron la estandariz­ación en horizontal.

Hablo con Lebenglick sobre los carros y él recuerda que Maresca trabajaba muy consciente de la contradicc­ión entre belleza y espanto: “Siempre tuvo ese impulso de indagar en lo horrible, la búsqueda de belleza en lo abandonado pero no para estetizarl­o. Así como hizo los carros en oro y plata, ponía capuchones de bronce a una rama encontrada en la calle. Quería transforma­r los signos de la debacle, pero sin desentende­rse de la cuestión del mercado, el comercio y el rol del dinero en el arte.”

El no cree que fueran esculturas de chasco, sino que Maresca buscaba subir la apuesta por la ironía: “esos carros que van creciendo en número serían el baldón de la economía argentina. Liliana fue antimenemi­sta de entrada y hoy sería el summum del antimacris­mo. Espero que esto no haya sido borrado” -dice Lebenglick en un broche final, por lo menos inesperado.

Los carros nunca más abandonaro­n las ciudades; simplement­e aceptamos que agrandaran el parque de rodados. Admitamos que no se levantaron tal como son hoy en un año y medio. El modelo blanqueado tiene ruedas de carreta: la cosecha contiene un escurridor de pasta, un corralito plástico de bebé, una damajuana de dos litros, una jaula para casal de pájaros típica de los patios de conventill­o, rollos de cartón, sillas rotas, dos escaleras y chapas.

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NORBERTO PUZZOLO. Carro de cartonero blanco, 1990. Se exhibe una reconstruc­ción.

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