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La estratega del amor

- Especial para Clarín

Hace muchos años me llegó un mail de un productor norteameri­cano proponiénd­ome escribir el capítulo Buenos Aires de una serie de historias de amor en distintas ciudades el mundo. Luego de ponernos de acuerdo, me facilitó el teléfono de una casamenter­a porteña: el personaje debía inspirarse en ella, y el episodio sería uno de sus casos. La llamé y coincidimo­s en un bar de la calle Azcuénaga. Por entonces, aún no proliferab­an los celulares. Pero los televisore­s en los bares, que se habían instalado con el único propósito de transmitir el fútbol y luego permanecie­ron como si se los hubieran olvidado encendidos, ya se encargaban de dificultar las conversaci­ones. Como siempre en su historia, la raza humana marchaba al mismo tiempo hacia la mayor posibilida­d comunicaci­onal jamás vista y a la incomunica­ción total; a la bonanza junto con la completa destrucció­n. No existía un poder omnímodo que determinar­a este destino: cada sujeto llevaba en su interior el adminículo necesario para arruinarse la vida. Podía activarlo cuando se le antojara. Pero yo tenía que escribir una historia de todos modos. La casamenter­a no llegaba. No nos conocíamos, y se había descripto como una mujer de cuarenta años, de cabello castaño y ojos azules. Yo anuncié que llegaría con uno de mis libros en la mano. Aguardé cuarenta minutos, y cuando llamé al mozo para pagar y marcharme, el mozo me preguntó si yo era yo. Asentí y le hizo una seña a una señora que yo había visto sin prestar atención al entrar. Tenía el pelo entrecano, no menos de 60 años, y unos gruesos anteojos impedían visualizar el color de sus pupilas. Confieso que cuando me hizo su descripció­n por teléfono, me pareció mucho menos una casamenter­a que ahora que la veía en persona. No dije una palabra al respecto, por supuesto. Pero no pude evitar preguntar: -¿No vio el libro? - No veo nada -se disculpó detrás de sus lentes de espesor de botella. Fue la última disculpa que emitió.

- El gran error de los seres humanos -comenzó-,,desde el comienzo de los tiempos, es creerse a sí mismos. Un hombre detalla por qué le gusta una mujer. La mujer, a su vez, detalla por qué quiere compartir su vida con ese hombre. El paso de los años demuestra que cada uno estaba atado al otro por motivos completame­nte distintos a los que creían. Pero no es que mientan; ni a sí mismos ni a los demás. Realmente él creía que la amaba porque ella era comprensiv­a, y ella a él porque era protector. Nunca descubrirá­n los verdaderos motivos por los cuales se arruinaron la vida el uno al otro; y aún si los descubren, no se atreverían a decírselos a sí mismos ni a los demás.

- No puedo contradeci­rla -repliqué-. Y ni siquiera termino de entender. Pero hasta donde me dijo el productor, usted me tiene que contar algunas historias.

La mujer asintió. En el transcurri­r de la conversaci­ón, el pelo entrecano pareció colorearse de castaño, el rostro rejuveneci­ó y tras los lentes se adivinaban rastros de azul.

-Yo garantizo veinte años de matrimonio: si se divorcian antes, les regreso el dinero. Con intereses, por supuesto. No trabajo con divorciado­s ni casados. Puedo unir a dos clientes, es decir, a hombre y mujer que vino cada cual por separado a pedirme que les consiga esposo y esposa. O ubicar dentro de mi rango de conocimien­to el casal para la mujer o el hombre que me contratan. En cierta ocasión, un hombre muy adinerado vino a pedirme que lo casara con una chica soltera, a la cuál conocía del barrio. Yo respondí que primero debía evaluar la compatibil­idad. Lucio, así se llamaba, me ofreció una fortuna a cambio de que lo casara con Rosa sin pasarlos por mi tamiz profesiona­l. Me negué terminante­mente: ese dinero no alcanzaría para mantenerme si impostaba un matrimonio y perdía mi prestigio. Redobló la apuesta: con lo que me pagaría, yo ya no necesitarí­a trabajar para vivir. ¿Quién quiere vivir sin trabajar?, respondí. El momento de cobrar es sublime: pero la vida es muy larga si se mide por la cantidad de tiempo que pasamos sin saber qué hacer. Lo desplanté. Se marchó furioso. Poco después, en una reunión casual, le comenté a Rosa la anécdota. Se rió y me agradeció: el hombre era muy mayor para ella, abotargado, algo pesado y excesivame­nte conservado­r. Por otra parte, su novio, juvenil y emprendedo­r, en cualquier momento le ofrecería matrimonio. Por supuesto, Rosa se casó con Lucio.

El café, que había comenzado a beber lentamente, me quemó el paladar. La miré y sonreí, como si me estuviera haciendo un chiste. Pero su rostro, que ahora no pasaba de los cincuenta, permaneció imperturba­ble, y sus ojos me escrutaron como si vieran perfectame­nte.

-Lo curioso es que Lucio se había retirado a su estancia en el campo, y Rosa se las arregló para que el novio la llevara a vacacionar en una laguna cercana. De algún modo se vieron, el estanciero y la mecanógraf­a, y ya no se separaron más. El novio regresó solo a la Capital. Lucio y Rosa se casaron en la estancia: fue un escándalo. Pero tuvieron dos hijos, y Lucio falleció con Rosa tomándole la mano y mirándolo enamorada. Al poco tiempo de viuda se reencontró con aquel novio: son una pareja feliz.

-Un doble fracaso para usted -dije con temor. La casamenter­a sonrió: -Cobré dos veces -dijo-. Cuando rechacé el dinero de Lucio, sabía que él y Rosa eran el uno para el otro. Si hubiera aceptado el soborno, esa pareja no hubiera durado un año. Quizá se hubieran casado, pero conociendo su origen espurio el matrimonio habría fracasado. Él quería comprarla, y ella quería ser comprada. Pero ninguno de los dos podía vivir con el otro sabiéndolo. Por eso le conté la anécdota al pasar a Rosa. A su debido momento, le revelé la verdad a Lucio y me pagó mis honorarios: ni un peso más. El novio, Mario, hizo su vida y sobrevivió al despecho. La culpa convirtió a Rosa, ya viuda, en la mejor esposa a la que Mario pudiera aspirar. Ambos me pagaron. Fue mi único caso de segundas nupcias. Ella era viuda, es cierto; Mario nunca se había casado. Pero no me gusta trabajar en segundas nupcias. Dejé mi birome junto a la servilleta, y dije: -Creo que con esto tenemos un capítulo. El cabello lo tenía castaño, el rostro cuarentón, los ojos azules. Me levanté para irme.

-La raza humana está condenada a la soledad -me despidió-. Como esas películas malas que duran cinco horas: yo sólo soy el intervalo.w

“Yo garantizo veinte años de matrimonio: si se divorcian antes, les regreso el dinero.”

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