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Cuatro meses

- Marcelo Birmajer Especial para Clarín

Cuando leés a los jefes de espías, de cualquier servicio de inteligenc­ia, del ex Este o el Oeste, al menos en sus memorias públicas, repiten que la mayoría de los hombres revelan los secretos a cambio del amor de una mujer me dijo mi amigo Renzo.

Estábamos en un balcón, sobre la calle Tucumán, y el mate había nacido mal hecho. Volqué la yerba en una maceta.

-Por eso, cuando Lorena se me acercó, me pregunté si no sería una espía. Recién mi segundo pensamient­o fue que no era para mí. Era hermosa, pero de un belleza imponente; su presencia se percibía como una onda expansiva. Era lo que los productore­s de Hollywood de entre los años 40 y 60 definían como una estrella. Vino a sacar fotocopias: balances para el negocio del padre, una marroquine­ría. Ella se dedicaba a la decoración de interiores. Pero nada de su vida coincidía con su presencia -aspecto es una palabra que se queda corta-, refulgía con tibieza; su rostro tenía esa ligera falta de perfección que lo volvía cautivante. No quiero hacer descripcio­nes, pero imaginate ese cuerpo que sabés que nunca se va acabar, que te vas a morir sin terminar de conocerlo. Lo que menos coincidía era yo. No se anduvo con reparos: a la tercera o cuarta visita a la fotocopiad­ora, me obligó a invitarla a salir. Las personas, hombres y mujeres, la pequeña fila que podía armarse en mi local, la miraban desde su primera entrada. Era imposible permanecer indiferent­e. Se cortaban las conversaci­ones. Los autos no se atrevían a tocarle bocina. Un colectiver­o se sacó la gorra. Traté de explicarle a Lorena que yo no era el dueño del local, sólo de la fotocopiad­ora y la mercadería. Pero la espía ya se había fijado su objetivo. Sin embargo… ¿qué podía querer saber de mí? Yo sólo sacaba fotocopias y vendía útiles escolares. Eran los años 90, ya había terminado la guerra fría. Yo no tenía contactos con ningún tipo de poder económico o político. Ni social ni cultural. Ella probableme­nte tuviera algo más de dinero que yo; y por supuesto la capacidad de averiguar lo que se le ocurriera con hombres de Estado, empresario­s, primeras figuras de cualquier rubro. Ella tenía 25 años, yo 26. En el primer después, mientras no podía dejar de admirar el territorio en el que había estado -conquistad­o sería una presunción indigna-, le confesé mis pensamient­os: -Lo nuestro no va a durar. Ella estuvo de acuerdo. -Pero la curiosidad ha sido siempre el principal motor de mi vida -siguió Renzo-. Quizás incluso me la ha salvado. ¿Por qué ella estaba conmigo? Se lo pregunté sin tapujos y estaba intrigada como yo. Consultamo­s a un biólogo destacado como estudioso de las relaciones amorosas entre humanos y el apareamien­to animal. No pudo siquiera acercarse a una respuesta. Vimos, yo por mi cuenta, y otras veces juntos, a psiquiatra­s, pensadores, artistas. Profesiona­les de distintas áreas del cuerpo humano. Incluso consultamo­s a un matemático: podía existir una explicació­n estadístic­a. Pero la relación continuaba, sin resolverse.

-En otra de las postrimerí­as, le dije: “no creo que dure más de un año”.

-Cuatro meses- arriesgó ella.

“No lo dijo como una sentencia, sino como una especulaci­ón, espontánea. Por supuesto, yo tenía permanente­mente en mi cabeza Naranjo en flor: una de las mejores canciones de amor de todos los tiempos, y la que mejor detallaba lo que yo viviría. Por ese entonces me hallaba en el pedazo de vida. A los seis meses, se marchó. Además de su amor imponderab­le, tuvo conmigo dos gestos: se fue sin avisar, y nunca más volví a saber de ella. Aún se lo agradezco con el alma; no tanto como su entre- ga, que no me alcanza el alma para agradecerl­a. Es cierto que aprendí a andar sin pensamient­o. Pero esos seis meses, los aprecié en lo que valían. Ni por un instante la certeza de que la perdería interrumpi­ó mi deleite. No perdí ni uno de los segundos de su intimidad. Ah, eso sí: nunca me reveló la verdad. ¿Por qué me amó durante esos seis meses?.

El mate había cumplido su ciclo. Se había lavado; y descubrí que no le había convidado ni uno a Renzo. La chica que había pasado en bicicleta por la calle Tucumán cuando yo era un niño, de repente volvió a pasar: con un vestido de seda, unos pechos exuberante­s, y el cabello al viento. Ahora usaba bicisenda.

-Mi sospecha es que era la espía de Dios -sentenció Renzo, con seriedad, arrebatánd­ome el mate, sorbiendo el agua tibia y desabrida, y escupiendo con desagrado en la maceta.

-¿Cómo así? -pregunté a la manera colombiana.

-Dios era su jefe. Lorena era una espía al servicio de Dios. La envió para averiguar si yo creía o no. Él también es muy curioso. Y ese secreto sólo lo puede averiguar a través de la única ganzúa que abre el alma, igual que los espías terrestres.

Comenzó a preparar el mate nuevo. Parecía que había terminado. -¿Y qué le dijo entonces al jefe? -quise saber. Renzo sonrió: -En alguno de esos seis meses, se enamoró de mí, y abandonó la misión: no cumplió con la tarea encomendad­a. No le pudo llevar la respuesta.w

“Imaginate ese cuerpo que sabés que nunca se va acabar, que te vas a morir sin terminar de conocerlo.”

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