El mundo que hay en una marca de vodka
La pasión coleccionista de Matías Blauzwirn Sáenz (y la base de su colección) son herencia de su papá Alfredo. “Se dedicaba al marketing y la publicidad y siempre le gustaron las marcas, el merchandising, esas cosas. En el 2005, 2006 mi tío Pablo le regaló cinco botellas de Absolut y las puso en un estante, como adorno. Era casi abstemio pero empezó a juntar, era el chiste con los amigos”, recuerda. La cuestión es que en un momento lo contactó un coleccionista ‘de los serios’ de Singapour y la cosa empezó a cambiar. “Descubrió que existía un universo de coleccionistas, el montón de botellas que había en el mundo y también lo que podían llegar a cotizar en el mercado, y se fue metiendo cada vez más. A mí al principio no me gustaba, me parecía una estupidez. Lo peor era que, como manejo bien el inglés, mi viejo me tenía un montón de tiempo haciéndole de traductor mientras intercambiaba con gente de todo el mundo, era insoportable”, sigue. Alfredo se enfermó de cáncer de cerebro en 2012, empezó a perder la movilidad y encargarse de su colección fue la manera de acercarse, de compartir. “El estaba en su habitación, en la planta alta de la casa, y yo le llevaba las fotos de las botellas que íbamos sumando. Cuando mi viejo murió pasé a hacerme cargo; me empecé a dar cuenta de que la colección estaba buena, que quedaba bien en casa, no hay explicación. Tenía entre 80 y 90 botellas, ahora ya son 204”, dice.
Comparte grupo de coleccionistas con Juan Pablo Laurence y Pablo Ballester. Y con Alan Anderson, el coleccionista más grande del país, que se suma a la charla a la distancia porque está en México, a donde viajó a intercambiar botellas. ¿Cómo empezaron? “Tenía algunas, a veces vacías -como botellas de agua-, y otras llenas, intactas. Después empecé a averiguar en Facebook por los grupos de coleccionistas y ya fue el principio del fin: me encontré con una brutalidad de botellas increíbles que había en el mundo y las quería todas. Se convirtió en una necesidad creada”, apunta Juan Pablo y cuenta que siempre viaja con un poco de papel burbuja en la valija “por las dudas” y que lo mejor para transportarlas son las bolsas de los tóner de las impresoras. En el caso de Pablo, empezó con las botellas vacías que se llevaba del bar de Palermo en el que trabajaba.
“No sólo es juntar botellas. Considero que tengo una colección de ar- te”, considera Alan. ¿Qué llegó a hacer por una botella? “Molestar a mi familia y amigos para que me traigan de países como Corea o la India, o viajar a Chile con 18 botellas de las cuales 12 eran para intercambiar por una muy rara, costosa y difícil de conseguir que se lanzó sólo en Nueva York. Lo mejor de todo es la ‘caza’ de botellas, porque nunca sé dónde o cómo voy a encontrar la próxima. Hoy supero las 230 y tengo rarezas, prototipos y botellas autografiadas por sus diseñadores extranjeros. Mi sueño es conocer la fábrica y los campos de producción, y conseguir una botella de la Absolut Vodka Akademi personalizada; sólo la entregan a los que realizan un curso que da la empresa en Suecia”, cierra.w