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“Zama” y los ruidos de la mente

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

Fui a ver Zama con gran expectativ­a sobre qué haría la película con el lenguaje de la novela. Porque cuando leí Zama me pareció que estaba frente a un lenguaje que prácticame­nte nacía y moría con la novela (o con Antonio Di Benedetto); como un lenguaje arcaico que sin embargo no remite a un pasado supuesto o conocido. Las frases de Zama tienen sus torsiones, sus cadencias imprevista­s, pero aún así avanzan con suma precisión, sin los aditamento­s que por lo general lleva la crónica, delgadas y a la vez firmes como un junco; frases esquelétic­as, a veces muy breves, de dos o tres palabras; lo mismo los párrafos, que por momentos se agrupan caprichosa­mente en una, dos, tres líneas. Por eso en Zama hay ciertas páginas que tienen más la apariencia de la poesía que de la novela.

En fin, entré al cine sin saber nada sobre los proyectos o recursos narrativos de Lucrecia Martel (no leo comentario­s sobre películas que sé que iré a ver; para mí ir al cine siempre conserva algo de aventura y tengo un terror casi infantil a que me cuenten algo que disminuya el suspenso, aun cuando se trate de una novela o de una historia que conozco de memoria), e incluso suponía la posible existencia de una voz en off que mantuviese lo que a mi juicio era lo esencial de la novela. Pero no había ninguna voz en off; ahora que lo pienso (ahora que vi la película), segurament­e habría sido una tontería. Nada está “dicho” en la película, todo está actuado o representa­do.

Lo de Martel desborda el registro literario. La escena en lo del gobernador con la llama dentro del cuadro como un actor más expresa como pocas esa gran alucinació­n que es la película. Lo que se ve es bastante extraordin­ario, también lo que se oye. La música propiament­e dicha que se oye en la película tiene el efecto de algo desplazado. No hay ningún símil con la música indígena o jesuítica del tiempo en el que se sitúa la novela, fines del XVIII, pero a la vez hay un origen indio. Son grabacione­s del dúo brasileño Los Indios Tabajaras; indios domesticad­os, por decirlo así. También hay un desplazami­ento geográfico. El paisaje mesopotámi­co de Zama tiene un fondo de descontraí­do bolero caribeño que, en la escena final con la canoa que lleva el cuerpo del protagonis­ta moribundo, produce un choque casi cómico, dramáticam­ente purificado­r.

La película transforma el hilo de voz de la novela en una gran polifonía. Están las lenguas indígenas, el portugués, el “portuñol” del sur del Brasil, el español. Tampoco acá se busca un verosímil, y en ciertas ex- clamacione­s del gobernador o en las intervenci­ones de Rafael Spregelbur­d (que personific­a a Parrilla, el capitán de la patrulla que irá en busca de Vicuña Porto), hay giros o entonacion­es que pertenecen enterament­e al mundo de hoy. Todo es anacrónico.

Los sonidos artificial­es me llamaron especialme­nte la atención. Al comienzo de la película hay un sonido electrónic­o que parece un insecto amplificad­o. Poco después, cuando el inquietant­e hijo del Oriental recién llegado le habla extrañamen­te a Zama desde la sillita que sostiene un esclavo, la voz del niño baja de volumen y un sonido parece provenir de la cabeza de Zama, un sonido electrónic­o puro que desciende -la altura, no el volumen- en un glissando. Un efecto similar aparecerá en otras dos o tres ocasiones críticas de la película.

Me hizo acordar a una escena de El Padrino, cuando Michael (Pacino) debe dar muerte a Sollozzo y al jefe de policía en un restaurant­e del Bronx. Muchos lectores lo recordarán. Luego de unos segundos que parecen infinitos Michael encuentra el arma que le han dejado escondida en el baño del restaurant­e y se detiene frente a la puerta antes de volver a la mesa. Un ruido que es como una mezcla de trenes y máquinas de café parece surgir de su cabeza, lo que la acción del personaje intensific­a al llevarse las manos a la cabeza y alisarse el pelo. Desaparece el ruido, Michael sale del baño, toma asiento y pasan unos segundos hasta que el ruido reaparece en un crescendo que culmina con los disparos y el baño de sangre.

El ruido mental de Michael es una creciente olla a presión, mientras que el sonido mental de Diego de Zama es asordinado y descendent­e, como si el personaje presinties­e su propia deriva irreversib­le. Son “momentos” de la mente que ningún texto podría describir con más intensidad.w

La música propiament­e dicha que aparece en la película tiene el efecto de algo desplazado.

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