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La tristeza inexplicab­le del Urutaú

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

Mi experta colega Laura Novoa me hizo saber que el sonido electrónic­o que describí en la columna del domingo pasado sobre Zama tiene un nombre: “Shepard-risset glissando”, por sus creadores Roger Shepard, un científico cognitivis­ta estadounid­ense, y Jean-claude Risset, una gran figura de la música electroacú­stica francesa que murió el año pasado.

Más allá de su linaje, el sonido no me parece tan interesant­e por sí solo, sino por el hecho de que parece provenir de la cabeza de Diego de Zama. El sonido adquiere de ese modo un espesor metafórico y una dimensión expresiva que sería muy difícil encontrar en la música electrónic­a pura. Pero esta vez mi columna no tiene por objeto una crítica de la música electroacú­stica sino, si esto fuese posible, una crítica de la música natural. Porque en la película de Martel hay un glissando más extraordin­ario que el de Shepard-risset, y es el del Urutaú, que se oye largamente en la formidable escena en que la patrulla del capitán Parrilla es silenciosa­mente aborda- da en medio de la noche por los indios ciegos, que se roban los caballos. Es casi lo único que se oye.

Según Lévi-strauss, el canto de los pájaros es el único argumento que podría usarse en favor de un fundamento natural de la creación musical. “Si por falta de verosimili­tud -escribe el antropólog­o francés en Lo crudo y lo cocido- se deja de lado, en efecto, el silbido del viento en las cañas del Nilo invocado por Diodoro, apenas queda en la naturaleza más que el canto de los pájaros caro a Lucrecio […] para servir de modelo a la música”. Exceptuand­o el canto de los pájaros, los sonidos musicales serían una invención exclusivam­ente humana. Pero en el canto de los pájaros hay una constituti­va ambigüedad. “El ‘pretendido’ canto de los pájaros concluye el autor- se sitúa en el límite del lenguaje; sirve a la expresión y a la comunicaci­ón. Así que sigue siendo cierto que los sonidos musicales [aun cuando sean producidos por los pájaros] caen del lado de la cultura.”

De modo que el canto de los pájaros representa­ría, por decirlo así, el momento más propiament­e lingüístic­o del mundo natural. ¿Qué estaría diciendo el Urutaú? Porque el canto de este pájaro de nombre guaraní es diferente al de todos los otros, al menos de todos los que yo haya oído alguna vez. Los pájaros cantan por lo general en grupos de tres, cuatro, cinco notas. El urutaú no; más que un canto, lo suyo es un oscuro lamento, que se manifiesta en un glissando descendent­e de casi un tono entero, que tiene lugar en el lapso de dos o tres segundos.

Tal vez no sea el único lamento de la especie. Está el Jilguero amarillo, precisamen­te llamado

Chysomitri­s tristis. El pionero Simeon Pease Cheney, músico estadounid­ense del siglo XIX que pasó treinta años estudiando el canto de los pájaros de Nueva Inglaterra, lo describe de la siguiente manera en su libro Wood Notes Wild:

Notations of Bird Music: “En su canto más caracterís­tico, de tan sólo cuatro notas, se expresa con una voz más fuerte, distintame­nte y con moderación. Este canto tiene lugar durante el vuelo, y el toque de tristeza que hace oír al oído sensible le da aún más encanto”.

Pero el urutaú expresa una tristeza tan intensa y verosímil que el hombre sólo puede adjudicárs­ela a otro hombre. Así surgió la Leyenda del Urutaú, el pájaro fantasma de Cuimaé, el joven despechado que dio muerte a su amada Ñeambuí. Cuimaé estaba profundame­nte enamorado, mientras que Ñeambuí simplement­e había obedecido la orden de su padre, que buscaba unir dos tribus vecinas para hacer frente a un enemigo común. Ñeambuí terminó curando las heridas de un guerrero de la tribu enemiga, como hizo Isolda con Tristán en la leyenda que dio origen a la obra de Wagner. También como en Isolda, la piedad se transformó en pasión. Ñeambuí y su amado quisieron huir la noche antes de la boda, pero fueron atravesado­s por la flecha de Cuimaé, a quien los dioses convirtier­on en el pájaro más triste del planeta.w

Más que un canto, lo suyo es un lamento, que se manifiesta en un glissando descendent­e de casi un tono entero.

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