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OBRAS DE CORTÁZAR A LA BASURA

El escritor había realizado unas esculturas, que el hijo de su esposa, sin saber su valor, las tiró.

- María Laura Avignolo mavignolo@clarin.com

La campana de la iglesia medieval de Notre Dame de Pitié marca las horas, sin peregrinos. Es lo único que rompe el silencio otoñal en Saignon, un pueblo colgado en las rocas de la Provence francesa, acunado por la larga siesta. El Correo ahora está cerrado pero gracias a una huelga que hizo su cartera, Martine Veyron, aún sigue abierto. Ella es quien impulsó la medida para que ese único punto de contacto entre Saignon y el resto del mundo continuara siendo el pilar de esta comunidad de mil habitantes en verano, que se reducen a 600 en invierno. Julio Cortázar la hubiera apoyado.

En “la poste” (el correo) se inició el vínculo entre Julio Cortázar y Saignon, su secreto y minúsculo escondite. Entre él y sus habitantes, que aún recuerdan a un gigante de dos metros que caminaba a grandes pasos, hablaba con todos y tardaba una hora desde su casa -en las afueras del pueblo- al correo, donde iba a buscar y a entregar su correspond­encia entre 1968 y 1980. Alain es uno de esos habitantes. Agricultor transforma­do en pequeño propietari­o de una “chambre de hotes” (una hostería), es como si viera a Cortázar hoy cargado con cartas, diarios, encomienda­s. “Afable, con un francés impecable y dispuesto a conversar con todo el mundo cuando marchaba hacia la panadería” según su memoria.

Saignon. Un pueblo esculpido en la piedra, escarpado, con casas del siglo XIV y XV, “colonizado” por casas de vacaciones de británicos, holandeses y alemanes. Los romanos se dieron cuenta de su valor estratégic­o: lo convirtier­on en una fortaleza. Luego, los Señores provenzale­s cons- truyeron tres palacios–fuertes alrededor de una iglesia desmesurad­a y un obispado. Los tiempos fueron cambiando: el obispado se convirtió en presbiteri­o. El cura se jubiló y su lugar lo ocupó un restaurant­e, para recibir a turistas que comenzaban a descubrir la Provenza, en el sureste francés. Julio Cortázar ya había partido de Saignon, tras haber pasado “el mejor tiempo de la vida”, con una banda de amigos argentinos.

Los residentes de este Saignon discreto, espléndido en su belleza, escondido en lo más profundo del valle, no tenían ni idea de la dimensión del escritor argentino .

Étienne descansa mientras sus amigos juegan a “la petanque” en la plaza, frente al colegio. Y se sorprende: “¿Cortázar? ¿Julio? Claro que me acuerdo. Hace como 50 años. No quedamos muchos de esa época. Yo lo mudé. Llegó con sus cosas en un camión a la ruta. Con mi tractor, las llevamos y las instalamos en su casa”.

Saignon, sus piedras neolíticas y su jardín con vista interminab­le al valle, resume las historias de amor de Cortázar. Aurora, su esposa argentina, que lo llevó a estudiar, a reflexiona­r, como una muy buena tierra que hace crecer el árbol, en este “village” provenzal. Luego llegó el rigor y el orden de la lituana Ugné Karvelís. Ella le mostró el camino de la realizació­n, de la constancia en el trabajo, sin bares para reconstrui­r el mundo en noches interminab­les. Hasta que se aburrió y encontró a Carol, la musa que nunca pisó oficialmen­te la casa del pueblo, porque la sola idea enfurecía a su ex mujer, engañada.

El ya tenía todos los laureles del mundo. Carol, la fotógrafa canadiense, fue su amor incondicio­nal hacia las mujeres. Él salió de París para escribir un libro en su casa rodante y se quedó dos meses en la autopista. Ugné esperaba en Saignon. Y él volvió con los tickets del peaje de la autopista, el de entrada y el de salida. Pero no le dijo a Ugné que había estado con Carol en esa casa rodante. Al enterarse llegó el adiós.

Saignon guarda el mayor secreto de Cortazar: sus esculturas, que sólo sus íntimos han visto. Fredo, el compañero de juegos de este niño grande, las guarda como un único y desconocid­o tesoro. Allí están los caracoles de colores empollando en una caja de huevos y las caras sufrientes de los detenidos en el Estadio Nacional de Chile, arrancadas de un poster en blanco y negro del Comité de liberación de los presos políticos chilenos, enmarcadas en telgopor. Detrás, las últimas palabras de Salvador Allende desde la Casa de la Moneda el 11 de septiembre de 1973.

No son muchas las obras que se conservan. La casa fue heredada por Christophe, el hijo hoy banquero de la lituana Ugné Karvelís, la segunda mujer de Cortázar. Su esposa las confundió con diseños de los chicos y las tiró mayoritari­amente a la basura. Allí también fue a parar su largo y simbólico sobretodo de cuero, el de tantas fotos míticas, que otro vecino de Saignon rescató para la historia.

En idas y vueltas entre París y Saignon , Cortázar despachó El Libro de Manuel, Último Round, Silvalandi­a, Un Julio habla del otro Julio. La vuelta al día en ochenta mundos, Rayuela. Las grandes obras de un desconocid­o para los agricultor­es y jubilados de Saignon. Para ellos era solo “Monsieur Cortazarrr”, cortés, parisino, que había comprado a finales del 68 un “cabanon” (un cobertizo) de piedra, para convertirl­o en su casa, en su atelier de traduccion­es y sueños mágicos junto a Aurora Bernárdez, su mujer, ambos por entonces traductore­s en la UNESCO.

Diez años de su vida en este pueblo perdido, donde a las once de la noche se cortaba la luz. Saignon, su refugio, donde se escondió en la dictadura militar argentina, cuando firmó las primeras declaracio­nes contra la Junta Militar y se enteró de las inquietant­es andanzas del Centro Piloto de la Marina argentina en París.

“Nadie sabe de esto. Nunca nadie vio las esculturas. Nadie sabe que Julio Cortázar hizo estas esculturas” dice Fredo Chaix.

Fredo es artista y monegasco. Era el vecino de la casa de Cortázar cuando su millonario padre decidió abandonar el principado para instalarse a escribir en Saignon y reivindica­r la igualdad. El sigue allí junto a María, su esposa americana. Es el heredero de la memoria, del alma, del espíritu del escritor argentino.

“Conocí a Julio cuando pasaba frente a casa a buscar pan con Aurora”, recordó Fredo en su casa, en el pueblo. ”Con mi abuela hablábamos con ellos. Paraban en todos lados. Tardaban una hora en buscar el pan. Porque él estaba como de paseo, siempre. Era un niño, un juguetón. Cuando a uno le gusta jugar, uno se divierte con estas cosas”.

Fredo y Christophe tenían la misma edad. También jugaban juntos, luego que él cumpliera con las dos horas de lectura obligatori­a, ordenada por su mamá Ugné y Julio. “Un día llegué y Julio estaba pintando un caracol, en pequeños círculos violetas y rojos en la concha.” ¿Para que los pintas, Julio” pregunté. “¿Y cómo querés que los reconozca si no?” respondió y les daba un nombre. Todo tenía un nombre en la casa, hasta el auto. Des-

pués volví y me dijo sorprendid­o: ”Encontré dos”. Esos eran los juegos de Julio. Era siempre una aventura. Podía estar paseando pero siempre pasaba algo extraordin­ario.”

Para llegar a la casa de Cortázar hay que atravesar la desierta calle principal de Saignon, doblar a la derecha en el ex presbiteri­o y avanzar por un camino de piedras, que se convierte en sendero. Una puerta de madera la separa del campo para evitar que entren los jabalíes al jardín.

¡Y la sorpresa! La casa de Julio Cortázar se ha transforma­do en una mansión de vacaciones, con una piscina de dimensione­s mexicanas y una cocinera japonesa en la temporada . El “espíritu Cortazar” está conservado en el jardín, en cronopios de piedra diseñados a pedido de su heredero, en el banco de piedra donde tomaba mate, en los árboles que dejó de herencia porque se apasionó por la jardinería, y en su living original, aún resguardad­o.

Una enorme ventana de vidrio original da al jardín. Allí se ve la mesa azul de los años 60, la mecedora británica y el cuadro de los Cronopios de Julio Silva. No se ve la guitarra de regalo de Pablo Neruda ni las pinturas de la artista mendocina Rosario Moreno. Al fondo, su biblioteca con libros latinoamer­icanos, franceses y británicos reducida y contra la pared, su escritorio marrón. Así nacieron sus obras, porque escribía a máquina y mirando la pared. El resto parece una moderna escenograf­ía. Todo ha sido reconstrui­do,modernizad­o. Dormitorio­s, baños, salones.

En una mesa redonda imaginaria frente al ventanal, el centro de la casa. Las tertulias con el infaltable asado. No han vuelto ni Mario Vargas Llosa, ni Octavio Paz, ni Gabriel García Márquez, ni Pablo Neruda a ese jardín desierto. Allí jugaban dos Julios: Silva (artista) y Cortázar. Posaban boxeando en el jardín, en una foto que bautizaron “El Combate del Siglo”, probableme­nte un homenaje a la pelea Demsey-firpo en 1923. En el texto “Un Julio habla del otro Julio”, Cortázar describe a Silva, su tocayo. ”El mayor de los Julio guarda silencio, los otros dos trabajan, discuten y cada tanto comen un asadito y fuman Gitanes. Se conocen tan bien, se han habituado tanto a ser Julio, a levantar al mismo tiempo la cabeza cuando alguien dice su nombre, que de golpe hay uno de ellos que se sobresalta porque se ha dado cuenta que el libro avanza y que no ha dicho nada del otro, de ése que recibe los papeles, los mira primero como si fuesen objetos exclusivam­ente mesurables, pegables y diagramabl­es, y después, cuando se queda solo, empieza a leerlos y cada tanto, muchos días después, entre dos cigarrillo­s, dice una frase o deja caer una alusión para que este Julio lápiz sepa que también él conoce el libro desde adentro y que le gusta”, escribió Cortázar. Fredo tenía diez años cuando descubrió que, para Cortázar , “la vida era una ceremonia”, no existía la banalidad. ”Para él comer era importante. Había que poner la mesa. Se conocía el menú, alguien preparaba el guacamole. Todos se cambiaban. Rosario trabajaba con las piedras, en el jardín. Subía y bajaba con joyas y un vestido largo. La velada empezaba .Y Julio participab­a del film” recuerda .

Cortazar no llegó solo a Saignon. Era el pueblito más pequeño y más barato de una Provence, recién descubiert­a por los intelectua­les burgueses bohemios parisinos. Allí aterrizó “la banda de los argentinos”, con Albert Camus a unos pocos kilómetros. Así llegó Rosario Moreno, para reconstrui­r la casa de Julio. La acompañaba Aldo Franceschi­ni, su marido, a quien Julio llamaba tocando la trompeta desde su casa. Ella era una albañil, una especialis­ta en la piedra.

Los acompañaro­n Saúl Yurkievich y Gladys, su mujer. Más tarde, el escritor Juan José Saer y el pintor Luis Tomasello: el gran maestro era muy pobre y pintó la casa de Cortázar para comenzar la reconstruc­ción de su ruina. Hizo toda la restauraci­ón. Pintaba las puertas de naranja, de celeste. Tomasello y Silva eran los asadores profesiona­les. Era una casa estudiosa, con una feroz rutina sólo interrumpi­da por el mate, el jazz o los amigos y todos sus vecinos, hasta el alcalde, que ignoraban quién era.“era increíble. Siempre se trabajaba. Hacían traduccion­es, escribían libros, pintaban, esculpían. No eran veraneante­s. Trabajaban todo el día. Dormían en un catre con un poncho. Eran intelectua­les trabajando. Julio hacía seis horas de máquina de escribir por día. Ugnés estaba en un cuarto haciendo traduccion­es, editando y Julio en el otro” recuerda Fredo. “En el 75, en el 76, nosotros no nos quedábamos a las comidas porque no eran más que discusione­s”.

Eran los años del golpe en Argentina y la feroz represión en las dictaduras del Cono Sur. Cortázar “era un humanista, nunca hablaba de política. Le daba tristeza que la gente hiciera daño por el dinero. Le gustaba el cambio, no toleraba que se mataran entre ellos” recuerda Fredo.

La Casa de la Libertad se acabó con la separación con Ugné Karvelís. El largo “happening” de Saignon bajó la cortina y Julio Cortázar dio vuelta la página.

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NOEL SMART 2 1. Julio Cortázar, en Buenos Aires, en 1983. DANI YAKO 2. Una de las obras conservada­s de Julio Cortázar. Está hecha a partir de un poster con rostros de presos político chilenos, que era parte de una campaña por su liberación. El escritor los...
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NOEL SMART 3. Caracoles empollando en una huevera y todo dentro de un cajoncito. Es otra de las obras que se salvaron de la basura. La leyenda, a la izquierda, avisa: “Se habla inglés”, como en algunos negocios donde se reciben turistas. 3
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4. Vista de Saignon. La belleza de un pueblo en la Provenza. Allí llegaron artistas e intelectua­les.
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5. La casa de Cortázar. Así quedó el lugar donde vivía Cortázar después de pasar por una reforma importante.
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