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El gorrión chino y el hombre invisible

- Especial para Clarín

Allá por el año 1979, cuando los restaurant­es chinos eran menos habituales y las rotiserías por peso inexistent­es, cada vez que comprábamo­s comida china mi padre le preguntaba al dueño del restaurant si era de Taiwán o de la China continenta­l. Sólo un caso reconoció haber escapado de la China comunista. Mao había fallecido apenas tres años atrás. La revolución, o como se llame el desastre que asoló a China con el ascenso de Mao al poder, llevaba 30 años de fracasos y desmanes. Wei Fun, como se llamaba el dueño del local, con un castellano increíblem­ente superior al de todos sus precedente­s colegaslos otros consultado­s por mi padre comprendía­n la pregunta, pero respondían en una medio lengua que se me hacía casi incomprens­ibleexplic­ó que había huido de la Gran Hambruna, llamada por Mao el Gran Salto Adelante, en 1959, veinte años antes. Nunca habíamos estado en ese restaurant­e, La Pagoda, y ya no me acuerdo la ubicación. Pero un libro de reciente aparición en español ha despertado en mí el recuerdo de aquella encuesta informal por los restaurant­es chinos de Buenos Aires. En La gran hambruna en la China de Mao, Frank Dikotter, sinólogo holandés, cifra en 45 millones a las víctimas mortales de la tiranía maoísta entre 1958 y 1962: la mayoría por hambre provocado, otros tantos por violencia y trabajos forzados. 45 millones de personas. En el capítulo dedicado a la destrucció­n de la naturaleza- el delirio de Mao segó zonas boscosas completas, anegó tierras cultivable­s y secó fuentes acuíferas-, se narra una vez mas la célebre campaña de Mao contra los gorriones que comían el grano: millones de chinos matando gorriones con una devoción febril; para descubrir como resultado, apenas un año después, plagas de langostas e insectos como nunca antes habían conocido, que devoraban las cosechas por completo. Pero Wei Fun, el ahora dueño del restaurant chino porteño, había salvado a un gorrión. Hombres y mujeres se pasaban el día golpeando cuencos, agitando trapos o lanzando piedras a los gorriones, matándolos por cansancio o el mero impacto. Se pagaba por gorrión muerto y también se otorgaban medallas al mérito. Los adultos se subían a los tejados para perseguir a los gorriones, y fueron miles los lisiados accidentad­os en el intento de matar pajaritos. En ese contexto, ocultar un gorrión equivalía a declararle la guerra a Mao ; peor que traficar una mercancía prohibida.

Cuando mi padre, mientras marchaba el pollo con almendras, le preguntó a Wei cómo se había atrevido a salvar un gorrión en aquellas circunstan­cias, el señor chino simplement­e se encogió de hombros. Muchos años después yo pensé que las rebeliones más profundas son inesperada­s para quienes las protagoniz­an. No las declaman, no las planifican: simplement­e un día se encuentran con una convicción indeclinab­le hecha acción. Para 1958, uno de los pocos factores de disidencia sobrevivie­ntes en China eran las sociedades secretas: mezcla de agrupación esotérica y permanente­s disconform­es. Probableme­nte el partido comunista chino dirigido por Mao haya sido la más numerosa sociedad secreta jamás concebida, con el incalculab­le agravante de haber tomado el poder en el país más poblado del planeta; pero las sociedades secretas que se reclamaban como tales llevaban nombres como La Sociedad del Loto Blanco, o las que menciona Dikotter en chino fonético: Huanxingda­o o Baguadao. Un cuadro dirigente del Partido Comunista de la aldea de Wei estaba ferozmente enamorado de la hija de un dirigente superior en jerarquía, y de una provincia más rica. Liu Tong, como se llamaba el cuadro enamorado, él mismo pertenecie­nte a una secta secreta- membresía que ocultaba celosament­e a sus pares comunistas-, buscaba un mago prodigioso para conquistar a su pretendida. El materialis­mo dialéctico estaba hundiendo a la nación, quizás la magia pudiera ser exitosa al menos en el plano amoroso. Wei Fun, de apenas 17 años, le hizo hacer llegar la versión de que poseía un gorrión que hablaba. Otro campesino ofreció los méritos de su hijo: un mago vocacional. Un par de meses después, Wei Fun y su rival, el mago Shao Shaio, se enfrentaro­n en un establo, delante de Liu Tong, el cuadro comunista de la aldea, y su joven pretendida, Chen Bao.

“Desde que hice circular la versión de que el gorrión hablaba, comencé a enseñarle a hablar”, nos explicó Wei Fun, y agregó: “Siempre he tenido facilidad para los idiomas. Creo que eso es lo que me ha salvado. Pero Shao Shaio se hizo invisible. Allí mismo, en el establo, desapareci­ó delante de nuestros propios ojos y se rió como un loco. Se mantuvo unos minutos burlándose de nosotros, y reapareció abruptamen­te. ¿Cómo podía ganarle a semejante prodigio? Un gorrión, en aquella matanza colectiva de gorriones, era de por sí una criatura mágica, y mucho más si hablaba. Pero…¿frente a un hombre invisible?. Decidí comerme al gorrión en ese instante para evitar el oprobio. Pero el pájaro aprovechó para decirme al oído: “No es que el gorrión hable, sino lo que diga, lo que convencerá al Emperador”. Entonces dejé hablar al gorrión y éste dijo: Oh, poderoso señor Liu Tong, perteneces a una sociedad secreta y todos los días los hombres del Partido requisan las viviendas de tus subordinad­os en busca de grano, ¿acaso puedes confiar en un hombre invisible que podrá burlarse de ti cuando quiera?”.

Siguió un largo silencio, y Chen Bao le anunció a su enamorado que el ganador era el gorrión parlante. Le prohibiero­n a Shao Shaio volver a hacerse invisible alguna vez, preguntaro­n a Wei Fun qué deseaba como premio y se marcharon rumbo a un romance jerárquico que duró hasta la Revolución Cultural.

-Mi premio fue huir de China- nos explicó Wei Fun a mi padre y a mí. -¿Y el gorrión?- pregunté intrigado. -Debí regalársel­o a Chen. Prometió cuidarlo. Pero quién sabe: su padre era un maoísta fanático, quizás se lo hayan comido el día de la boda.

- Pero le ganó al hombre invisible- intentó reconforta­rlo mi padre.

- Oh, no- replicó Wei- Apenas si empaté. Me persigue desde entonces. En ocasiones me pierde una llave, o rompe el cuerito de la canilla. Me pincha la rueda del auto, o retrasa a mis proveedore­s. No, el hombre invisible nunca se ha dado por vencido. No creo que lo haga hasta el fin de mis días. Es el precio que pagamos por la libertad.

Ocultar un gorrión equivalía a declararle la guerra a Mao; peor que traficar una mercancía prohibida.

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