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Débora, la que vivió para contarlo

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Su historia pudo ser la de Ana Frank. Y, en muchos sentidos, se le parece bastante. Sólo que en el caso de Débora Manassen, el final fue, afortunada­mente, muy diferente. Tanto que, hoy, a los 93 años, todavía anda por la vida y por las escuelas contando y recontando su experienci­a para que nadie olvide, para que todos sepan, para que nunca más se repita. Porque ella sobrevivió al Holocausto, pero el mismo azar que la salvó pudo también haberla condenado.

Débora es la tercera de los seis hijos que tuvieron Johanna van Crefeld y Moisés Manassen, una familia afincada en Utrecht, a orillas del Rin, en el centro de Holanda. La suya fue una infancia feliz. Interesado­s por la política, en la casa de los Manassen se escuchaba la BBC: “Así fue como supimos de Hitler y de su odio a los judíos”, relataría ella, por entonces de 15 años, décadas más tarde, en El valor de vivir, el libro de Silvina Heguy y Liliana Moreno que recoge su historia. Debby imploró a su padre marcharse de Holanda; él estaba de acuerdo, pero, ¿cómo hacerlo con una familia de ocho personas? Sonaba imposible. Los chicos se largaron a llorar. El padre dijo :”Lloren ahora, porque después vamos a necesitar de toda nuestra fuerza para sobrevivir”. La invasión de Hitler a Holanda llegó en mayo de 1940. “Los alemanes fueron cercándono­s poco a poco. Primero nos prohibiero­n salir más allá de las ocho de la noche, y finalmente debíamos usar una estrella de David para identifica­rnos”, evocó. La delación estaba a la orden del día: de los 140 mil judíos que había en Holanda en aquella época sólo sobrevivie­ron alrededor de 30 mil. La orden que obligaba a todos los judíos a registrars­e fue el punto de inflexión para Moisés: era imperioso esconderse. Había que hacerlo con lo puesto, y por separado. No había otra chance de sobrevivir. En 1941, el matrimonio y Emanuel, uno de los hijos, partieron a un destino. Débora y Elly, una de las hermanas, a otro. Simón, el mayor, estaba haciendo el servicio militar y colaborand­o con la Resistenci­a. Los dos hijos restantes se fueron por separado. Todo ocurrió de un día para el otro; nadie debía enterarse. Como Ana Frank, Debby también llevaba un diario: lo destruyó; era peligroso conservarl­o.

Así empezó un largo periplo de cinco años, en el que Debby peregrinó por distintos escondites, al borde más de una vez de haber sido descubiert­a. Su primer destino fue la casa de un amigo de Moisés. De ese altillo que compartió con Elly, Debby tiene muchos recuerdos, como la harina hecha con bulbos de tulipanes cuando el pan se encareció, la cama en que pasaron un invierno entero para no morir congeladas, las flores de hielo en la ventana a la que no podían asomarse para no ser descubiert­as , el baño que no podían usar cuando había visitas en la casa para que el ruido del agua corriendo no las delatara, y los tres ruleros que salvó el día en que debió mudar de lugar de encierro. Una noche en que el dueño de casa la llevó a dar una vuelta, para mitigar tanto encierro, un policía la iluminó con una linterna, ella logró escapar, el agente la alcanzó, ella logró zafarse de nuevo , corrió y pidió ayuda en una casa, confesando que era judía y la perseguían. Era buena gente, y no la delataron.

Así, entre la zozobra, la incertidum­bre y la esperanza transcurri­eron los años siguientes, escapando por poco de caer en manos de los nazis, cambiando de domicilio, y soñando con la reunión familiar. El fin de la guerra permitió que los ocho se encontrara­n otra vez. Mucho había pasado en el medio. Los más chicos habían tenido que crecer de golpe. Habían perdido a muchos familiares, pero estaban vivos, y juntos. Con el tiempo, Débora estudió Farmacia, entró a trabajar como azafata en KLM, se casó con Herbert Lang,- un ingeniero austríaco que había escapado junto a su familia del nazismo-, se estableció en Buenos Aires, tuvo hijos y nietos. Y un día, después de años y años de silencio, decidió empezar a contar su historia. Para que nadie olvide. Para que no se repita.w

Era imperioso esconderse. Había que hacerlo por separado, y con lo puesto. Era la única chance de sobrevivir.

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