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Lecciones de Sanguinett­i

- Marcelo Birmajer

Recienteme­nte disfruté del privilegio y el honor de compartir la presentaci­ón de un libro con el ex presidente Julio María Sanguinett­i; uno de los más lucidos ex presidente­s del mundo. Cada vez que lo leo en los diarios sé que me encontraré con un punto de vista iluminador o revelador. Sanguinett­i posee la rara virtud de señalar algunas verdades evidentes que el sentido común estropeado de una época se niega a reconocer o enfrentar. Sus denuncias del fundamenta­lismo islámico o del sesgo dictatoria­l de la izquierda marxista son algunos de sus aportes a la democracia y a la libertad, que no por repetidos son menos fundamenta­les.

Presentamo­s en conjunto el libro de Gerardo Stuczynski, Historia de Israel. Este ensayo novelado parte de una hipótesis de trabajo muy estimulant­e: comparar el fracaso de la revolución cubana de 1959 con el éxito de la democracia israelí, fundada como tal en 1948. Las palabras de Sanguinett­i fueron tan esclareced­oras que, al día siguiente, lo primero que hice fue salir rumbo a la librería del shopping montevidea­no a comprarme el último libro del ex presidente. Se llama El cronista y la Historia: recorre no sólo algunos de los temas candentes del Uruguay contemporá­neo sino sus puntos de vista sobre los distintos experiment­os revolucion­arios de los años 60 y, mi capítulo favorito, el final agónico de la democracia uruguaya en los años setenta.

Antes de pasar a comentar ese capítulo titulado El eclipse, quiero resaltar algunos de sus valientes enfoques, a menudo políticame­nte incorrecto­s, como cuando deshace el mito del “charruísmo”, un movimiento indigenist­a que pretende una reivindica­ción insostenib­letema absolutame­nte relevante para los argentinos-; o su defensa irrestrict­a del laicismo y el derecho al aborto legal en el imperdible capítulo La República laica. Si bien el charruísmo tiene un paralelo directo con el mapuchismo en Argentina, es en la devoción de la izquierda marxista uruguaya por la salida autoritari­a, en el ocaso de la democracia oriental, en 1973, donde quiero hacer un especial hincapié, por su referencia directa a nuestra historia, en particular el apartado titulado La izquierda extraviada.

En febrero de 1973, tanto el Partido Comunista de Uruguay como los Tupamaros- la bizarra guerrilla marxista y castrista que se proponía destruir una de las democracia­s más estables de Hispanoamé­rica- propiciaba­n la toma del poder por parte de los militares, para ellos una opción superadora a lo que caracteriz­aban como el “rosquero” sistema democrátic­o uruguayo. El diálogo, las diferencia­s en libertad, la lentitud de las decisiones consensuad­as entre oficialism­o y oposición, sin violencia, eran considerad­as por estas sectas extremista­s como pecaminosa­s, en contraste con la “eficacia” violenta de los grupos armados, incluyendo las fuerzas armadas sediciosas. Preferían el asalto al poder de las Fuerzas Armadas, antes que el paso firme pero lento de la democracia liberal. Algo muy similar ocurrió en Argentina con el apoyo del Partido Comunista argentino a la dictadura de Videla, en consonanci­a con el garante más estable y permanente de el Proceso: la Unión Soviética. Y nunca sobra citar la memorable entrevista de Gabriel García Márquez a Firmenich en 1977: el jefe montonero aclara que sabían perfectame­nte del advenimien­to del golpe y considerar­on su ejecución como un avance en su propia estrategia: cuanto peor, mejor. El desprecio del ERP- Ejército Revolucion­ario del Pueblo- por la democracia argentina, también está debidament­e documentad­o, por los propios sobrevivie­ntes de aquella secta guevarista y sus historiado­res de cualquier signo. Pero recienteme­nte otro libro ha venido a documentar aún con mayor precisión un episodio inquietant­e. Se trata de Primavera sangrienta, la nueva entrega de uno de nuestros mejores cronistas de los años 70: Marcelo Larraquy. En mi opinión, junto a Roberto Caballero, Larraquy ha escrito uno de los dos mejores libros sobre los años 70: Galimberti; un podio que comparten con Recuerdo de la muerte de Miguel Bonasso.

El episodio al que quiero referir es el secuestro del luchador antifascis­ta Oberdán Salustro. El 21 de marzo de 1972, durante el régimen militar de Lanusse, el ERP secuestra a Salustro, el director del grupo Fiat en Argentina. ¿Su pecado? Dar trabajo a los obreros argentinos. Los asesinos del ERP sabían perfectame­nte que Salustro había luchado, arriesgand­o su vida, contra Mussolini en Italia, menos de treinta años atrás. Era un renombrado luchador antifascis­ta. No había ninguna relación entre su secuestro y la aceleració­n del proceso democrátic­o en Argentina: por el contrario, Lanusse ya había anunciado su determinac­ión de ceder el poder en elecciones libres, y el secuestro de Salustro no hacía más que entorpecer el regreso y seguro triunfo de Perón, al que, por otra parte, el ERP se oponía denodadame­nte. No querían reemplazar a Lanusse en elecciones democrátic­as, sino por una dictadura marxista. El libro de Larraquy cuenta con una precisión milimétric­a cómo el ejecutor del secuestro quiere asesinar al luchador antifascis­ta, Oberdán Salustro, a las 48 horas, y aún se queja de no haberlo hecho. Y, dramática y trágicamen­te, cómo el luchador antifascis­ta Salustro es finalmente asesinado, luego de menos de un mes de cautiverio, cuando los secuestrad­ores son descubiert­os por la policía. Los criminales podrían haber huido sin daño, dejando vivo al rehén. Eligieron, a sangre fría en todos los sentidos, asesinarlo. Sin justificac­ión, sin necesidad, sin piedad. La reflexión corre únicamente por mi cuenta: quizás lo mataron precisamen­te porque era un luchador antifascis­ta.

Julio María Sanguinett­i es uno de los más lúcidos ex presidente­s del mundo.

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