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La biblioteca incidental

Biblioteca vecinal. Se la conoce así por ser justamente producto de donaciones de la gente. Uno donó, otro se enteró.

- Hernán Firpo hfirpo@clarin.com

Tome uno y deje otro. Literatura compartida.

Sin hashtag, cero institucio­nalidad. Totalmente extraofici­al. El cartel escrito sobre un pizarrón es un llamador de ángeles. La curiosidad mata al gato, pero al hombre de a pie le da una vida extra para intentar comprender un acto que presupone anarquía.

Biblioteca vecinal. Se la conoce así por ser justamente producto de donaciones de la gente. Uno donó, otro se enteró, otro hizo lo mismo. Nada demasiado sistemátic­o. El efecto inundación seguido de gestión solidaria, pero sin la correspond­iente cuota de drama. Eso.

“Los libros aparecen y aparecen”, dirá Agostina. Ella, su madre Graciela Ochoa, y Jonathan están a cargo. Se los nota desbordado­s de tanto catalogar libros que van a parar a dos biblioteca­s erectas de piso a techo donde se guarece el legado vecinal.

“Hasta una librería se alegró y nos trajo sus donaciones”, cuentan.

Si cada hogar es un mundo, resulta entendible que los estantes de las biblioteca­s tengan un surtido digno de cualquier buena librería. Son ejemplares que pueden llevarse a cambio de otro libro. Tan simple como suena.

Ahora revolvemos con una energía bibliófila digna de la calle Corrientes, pero potenciada por la esperanza de conseguir filosofía a cambio de zapatos de goma.

Buscás, buscás, buscás, uno de Beatriz Sarlo. “Llevalo”, dice Agostina. No tengo un libro para dejar. “Traeme uno cuando puedas”.

La sensación sanadora del fiado equivale a un sentido de obligación desconocid­o (¿quién tiene experienci­a al respecto?). A la mañana siguiente, hola, hola, ahí estás con una sonrisa de emoji y tres libros. Dos que regalás para formar parte de la movida y uno que adeudabas.

“Jé, jé. Es la reacción habitual”, devuelven los organizado­res.

Buscás, buscás, buscás, Once tipos de soledad, de Richard Yates. Agostina y su espléndido mantra. “Llevalo”. Uno de Fernández Díaz. “Llevalo. Tres libros. Estamos a mano”.

... La nueva forma de vecinalism­o ilustrado asoma con módico pero sostenido envión en las inmediacio­nes a la Estación Carranza, donde Santa Fe se hace Cabildo. El lugar se llama Eladia Blázquez y es un salón de lectura con otras actividade­s a caballo de la horrible plazoleta Miguel Abuelo, playón seco e implacable­mente rígido donde lo único que florece -además de hormigón- es una tímida necesidad de pertenecer. A los organizado­res no les gusta lo de “biblioteca popular”. La denominaci­ón les suena un tanto relacionad­a a “organismo”. Mejor, “sitio de lectura compartida”. Los estantes de la vereda, un botón de muestra, deben seguirse como las miguitas del cuento Hansel y Gretel. Puertas adentro, cuatro mil ejemplares. Dos librerías de la zona piensan más o menos lo mismo y coinciden en opinar siempre y cuando no figuren los nombres de la cadena ni del local indie ubicado en medio de una galería.

Si hablan en off no es por temor a antipatías, sino a darle entidad, buen nombre y popularida­d a la impertinen­te opción literaria. De pronto, ambas fuentes cercanas a la indignació­n encajan en un nivel de ira anteriorme­nte conocida al hablar de “manteros”.

“Si ese local estuviera en la cuadra de mi librería, lo incendio”, dice uno. Valoramos a las personas que no dan vueltas. -¿Literalmen­te?

-Naaa, es un decir. Nosotros pagamos impuesto, los libros están carísimos, los precios se dispararon por encima de la inflación... -¿Y?

-Para mí es competenci­a desleal. -Pero no venden, ¿cuál es la competenci­a? -A mí no me interesa. Es competenci­a desleal. -¿El canje es considerad­o “negocio”? -El canje es considerad­o un bajón.

-Yo me llevé un libro y quedé en pasar mañana para hacer el trueque. -No vayas.

-Les di mi palabra... -¡No vayas! -¿Por?

-Así les va como el culo.

El otro librero:

-A mí no me interesa en lo más mínimo. Yo no compito ni con Cúspide. El problema es que el mercado está atravesand­o un momento muy delicado y preferiría no enterarme de esto.

... Agostina es una chica de ventipico con un buen gusto indispensa­ble. En su discurso no hay mensajes afines a las campañas de promoción de lectura. Ningún interés en fomentar el hábito y la rutina. ¿Cuántos buenos lectores se han perdido por culpa del edicto que exige leer?justo pasa Marta Lorente, una conocida narradora oral. “La lectura no puede decretarse. Según Macedonio es como decirle a una mujer algo tan absurdo como ¡Amadme!”

“Lo que se dona no se vende”, tira Agostina. “Se canjea o se regala, pero no se puede vender. Podríamos poner cada libro a 30 pesos y esto funcionarí­a a la perfección. No es la intención”.

Hay una pata socialment­e llamativa. Los sin techo de las inmediacio­nes -que no son pocospuede­n ser los más leídos de la ciudad autónoma. Ellos tienen asegurado su ejemplar sólo a cambio de devolverlo.

“Gente rara”, piensa una mujer de actitud exagerada. Pero tiene razón: sorprende el gesto hippie en territorio hipster.

“El canje es la mejor transacció­n –se mete Jonathan, otro de los encargados- . Siendo libros esto tiene un sabor especial, porque muchos llegan subrayados. A mí me gusta leer las marcas. Las marcas son como apropiacio­nes”.

El título de Beatriz Sarlo, Tiempo presente,

es uno de esos libros “apropiados”. Con tiempo para investigar la procedenci­a del ejemplar, te enterás que perteneció a un muerto. Un trazo a salto de mata que se te antoja urgente. Alguien, un familiar, un hijo, se desprendió del objeto de 240 páginas. El canje nace así: de la desaprensi­ón de los demás.

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SILVANA BOEMO Hippie en territorio Hipster. El lugar está cerca de la estación Carranza del subte D. Un par de librerías cercanas la miran con recelo.

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