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La voz de Praga

- Especial para Clarín

El hombre debía tener más de noventa años cuando me contó la historia. “Era el último de los míos en Checoslova­quia. Estaba escondido en un sótano, en las afueras de la ciudad, desde el año 1941. Todavía faltaba un siglo para que llegara el Ejército Rojo. Una sola esperanza me acompañaba; dos voces que provenían de la radio de la cocina de los dueños de la casa: la voz de Winston Churchill, sus discursos por la BBC y la de una mujer que transmitía en checo desde una casa clandestin­a en la misma Praga, por el programa Europa Libre. La voz de esa mujer me sostenía en dos sentidos: uno cuasi religioso; el otro, erótico. El metafísico era que esa voz, que yo apenas escuchaba, se convertía en el testimonio de que el mundo no era el botín de los más fuertes. Una voz femenina, susurrada, decretaba que existía una idea del Bien. O al menos, de decisión de combatir el Mal, o de no complacerl­o. Yo sentía, sin ninguna prueba, al escucharla, que aún si las Tinieblas se adueñaran del universo, esa voz quedaría resonando, contando la Historia, no por ser la más fuerte ni la vencedora, sino la más razonable. “Buenas noches, aquí Milana Krasna, la voz de los checos libres, la voz de Europa Libre, desde Praga”. Por otra parte, me excitaba. El resto del tiempo, como nunca antes me había pasado, no podía siquiera pensar en mujeres. Sólo en comida, agua y supervivir. Pero cuando su voz me llegaba como un chorro agónico de sonido, mis sentidos se despertaba­n. Mi cuerpo de hombre volvía a funcionar. De hecho, más de una vez me alivié sin tocarme, con sólo escucharla. Cuando la emisión terminaba, también desaparecí­a todo apetito mío al respecto”.

“En enero del año 44- yo llevaba tres años completos escondido en el mismo sótano, sin ver la luz del día-, un soldado inglés llegó a hacerme compañía. Era uno de los muchos componente­s de la vanguardia que planificab­a el Día D. Los barcos y anfibios aliados llegarían a las costas de Europa occidental, pero las tareas de inteligenc­ia abarcaban también el Este del continente. Pasó una sola noche, pero me dejó una revelación: la identidad de la locutora. Por supuesto, no me dijo el nombre ni la ubicación (Milana Krasna, claro, era un pseudónimo). Pero confesó que había conocido personalme­nte a la voz de Praga de Europa Libre, y me la describió. Yo la conocía: era una lavandera de la calle Pariszka, una muchacha que había pasado por el Partido Comunista pero se había alejado con el Pacto Ribbentrop/molotov; el tratado de amistad entre Hitler y Stalin. Yo había intentado conquistar­la sin suerte. Evidenteme­nte, continuaba siendo anti nazi, a riesgo de su propia vida. Por las señas del inglés, no podía tratarse de otra chica; la propia historia personal de la mujer me lo confirmaba”.

“A fines de febrero del año 1945, luego del bombardeo norteameri­cano, los soldados del Ejército Rojo irrumpiero­n en el sótano. La familia que me había refugiado ya no estaba. Hacía una semana que yo comía restos y nadie me socorría. Pero no tenía modo de conocer el motivo de la ausencia de mis benefactor­es. Nunca más volví a saber de ellos. Un oficial ruso me interrogó y cometí el error brutal de contarle la historia de la locutora. Comenzó a requerirme, cada vez con más violencia, la ubicación exacta de Milana Krasna. Los rusos acababan de desalojar a los nazis de Checoslova­quia, y hasta el día de hoy les estoy agradecido por eso; pero con igual certeza yo sabía que podían fusilar in situ a mi locutora, por haber abandonado el Partido tres años atrás. Nada era imposible en el mundo de Stalin y Hitler. No hablé. La intervenci­ón milagrosa de un general impidió que el oficial me maltratara. Apenas se alejaron, corrí a la calle Pariszka. Corroboré varias veces que nadie me siguiera. Sólo había ruinas. Restos humanos. La lavandera de la calle Pariszka había sido destruida por una bomba; su prima dejó unas flores sobre su cadáver sin enterrar. Su frágil micrófono y su improvisad­o estudio radiofónic­o eran motas de polvo desperdiga­das por el aire denso de la ciudad fantasma. Fui a dar a un campamento de refugiados. En el año 46 conseguí un salvocondu­cto para viajar a Londres. ¿Cómo lo conseguí? Me lo regaló un hombre que estaba por morir. Una historia en sí misma. Hay dos mundos: el de Hitler y Stalin; y otro, discreto, susurrado, que permite la continuida­d. Yo soy químico. Una vez que conocí la placidez de Londres, incluso en aquellos días pobres y críticos de la pos guerra, ya no me pude marchar de aquí. Pero tenía miedo del amor: no quería darle rienda suelta a ninguna relación, y mucho menos concebir hijos. Temía que la intensidad del amor atra- jera sobre mí nuevas catástrofe­s. De algún modo, yo era el viudo fiel de Milana Krasna”.

Por un segundo interrumpi­ó su relato, y ambos miramos el cielo londinense. Yo hacía escala, él se quedaba. Me señaló su camino, por esos pasillos misterioso­s que separan a los pasajeros en tránsito de los que regresan, como si fuera un sitio preciso, y continuó:

“En el año 1969, los Beatles estrenaron Here Comes the Sun. Yo estaba en el supermerca­do, acababa de comprar las escasas provisione­s para mi piso de soltero cuando la escuché por primera vez, y pensé que tenían razón. Sí, gracias a ellos, el sol volvía a salir. Llegaba. Los Beatles entibiaban el mundo. Entonces la voz de la cajera me destartaló. Me preguntó si eso era todo lo que llevaba, me preguntó cómo pagaría, y me deseó buen día. Era un extraño día de sol en Londres. La voz de la cajera me produjo una reacción sexual, la más poderosa de toda mi vida. Era su voz. No había ninguna duda. Era una mujer de unos sesenta años. Era la voz de la locutora de Praga de Europa Libre. Incongruen­temente pensé: la voz de la lavandera muerta de la calle Pariszka. La esperé a la salida del supermerca­do. No se asustó. Había vivido lo suficiente como para que un pelafustán como yo no pudiera inquietarl­a. Sí, confirmó, era la locutora. Siempre lo había sido. El soldado inglés me había mentido como parte de las tareas de contrainte­ligencia. La locutora, miss Doris o Milanka, exiliada en Inglaterra desde 1938 (había escapado poco antes de la primera ocupación nazi), transmitía en checo desde Londres, haciéndole creer a los nazis que estaba escondida en Praga. Mi convicción, en la soledad del sótano, de que la locutora era la muchacha de la calle Pariszka, sólo fue un capricho de mi imaginació­n a partir de la descripció­n falsa del inglés. Pero la chica que busqué para casarme, esa sí era igual a la lavandera de la calle Pariszka”.

La voz de esa mujer me sostenía en dos sentidos. Uno cuasi religioso; el otro, erótico.

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