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La increíble historia de la Mona Lisa de Austria

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Ni en aquellas veladas maravillos­as en que recibía en su casa de Viena a lo más representa­tivo de la elite intelectua­l de su tiempo, como Gustav Klimt y sus discípulos Oscar Kokoschka y Egon Schiele, Richard Strauss, Gustav Mahler y quien sería considerad­o padre del psicoanáli­sis, Sigmund Freud, pudo Adele sospechar siquiera lo que el destino le tenía reservado. Su vida no era particular­mente feliz. Nacida en 1881, hija del rico banquero judío Moritz Bauer, fue casada a los 18 años, sin amor, por intereses familiares y, según aventuran algunos, para lograr cierta independen­cia, con un hombre dieciséis años mayor, Ferdinand Bloch, magnate azucarero cuyo hermano contrajo matrimonio a su vez con Theresa, la hermana de Adele. De acuerdo con su sobrina María -fundamenta­l en la trama de esta historia- Adele era una mujer de salud frágil, fumadora empedernid­a, amante del arte, “un rostro espiritual, delgada, elegante, sufriente, oscura, complacien­te y siempre con dolor de cabeza”, a la que nunca vio sonreír. Fer- viente defensora del sufragio femenino, había intentado ir a la universida­d, pero en aquel entonces no estaba bien visto que una joven de su clase estudiara, por lo cual se convirtió en autodidact­a, leyendo en alemán, inglés y francés.

Lo que la inmortaliz­aría no sería, en rigor, nada de lo antedicho: a pedido de su marido, Klimt - amigo de la pareja-, pintó dos retratos de Adele. A uno de ellos, Adele Bloch Bauer I -una de las obras maestras del austríaco- lo que terminó de darle trascenden­cia es la agitada historia que involuntar­iamente protagoniz­ó. Cuando los nazis desembarca­ron en Viena, en 1938, hacía ya tiempo que tanto el pintor como su musa habían muerto. Adele lo hizo prematuram­ente, a los 43, víctima de meningitis y en su testamento había legado los cuadros al museo Belvedere, en Austria, deseo que su marido pensaba cumplir. Con la llegada de los alemanes la familia perdió su fortuna, algunos huyeron, Ferdinand se marchó a Suiza. Los cuadros quedaron retenidos en Austria, declarados -como tantos otros cientos- patrimonio nacional para evitar que fueran sacados del país. Durante mucho tiempo, incluso después de finalizada la guerra, el viudo de Adele trató de recuperar las pinturas, pero fue imposible. En materia legal, nada se había modificado. A la muerte de Ferdinand, María, la sobrina de Adele, casada con Fritz Altmann, cantante de ópera que había sido tomado prisionero durante el nazismo y llevado por un tiempo al campo de Dachau, se propuso continuar la batalla. El retrato de su tía había perdido hasta el nombre: ahora era La dama de oro, considerad­a por muchos la Mona Lisa de Austria; se trataba de que ninguna huella judía sobrevivie­ra.

A fines de los ‘90, en parte por la presión popular para que el pasado nazi en Austria fuera revisado, en parte por una disputa de herederos por unos cuadros de Egon Schiele, el Ministerio de Cultura abrió por primera vez los archivos de ese período. De los documentos encontrado­s en el bunker del Museo Belvedere quedó claro el verdadero origen de cientos de obras alli guardadas, así como el testamento de Ferdinand Bloch Bauer en el que legaba a sus tres sobrinos (María era una) los seis Klimt de su colección, entre ellos, claro, el famoso retrato de Adele. Lo que siguió es la historia más conocida, y que el cine reflejó en La dama de oro, con Helen Mirren como María Altmann y Ryan Reynolds como Randol Schoenberg, el abogado que llevó adelante la parte legal de la cruzada: al cabo de 6 años de batallar, el estado austríaco restituyó las pinturas a la legítima heredera, animada más por un afán de justicia que por retener esos cuadros, imposibles de mantener por el valor de los impuestos. El retrato de Adele Bloch Bauer I fue vendido en U$S 135 millones -es una de las diez obras más caras de la historia- a Roland Lauder, otro heredero, el de la mítica Estée Lauder, y su firma dedicada a la cosmética. Hoy Adele reina en la galería Neue, sobre la espléndida Quinta Avenida de Nueva York.

El retrato de Adele, su tía, había perdido hasta el nombre: ahora era La dama de oro.

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