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Metrópolis Detroit, ruinas y nostalgia

- Matilde Sánchez msanchez@clarin.com

Se podría pensar que cuando se dedican tributos a una ciudad, en verdad es porque ya está muerta. Pero no necesariam­ente es así; en estos casos, tampoco se trata de celebracio­nes. Dos películas eligieron Detroit en los últimos años, no como escenario, sino como factor decisivo de sus relatos. Detroit, zona de conflicto ( 2017), de Kathryn Bigelow, toma los disturbios de 1967, en los que la ciudad fue saqueada y ardió en protesta por la desigualda­d racial, y cuando se produjo un gravísimo caso de brutalidad policial y “gatillo fácil”, que dejó tres jóvenes negros muertos. La segunda película, Solo los amantes sobreviven (2013, ahora en Netflix), de Jim Jarmusch , es una comedia negra con vampiros que transcurre en Detroit y Tánger. ¿Qué singular forma de decadencia asumió la gran ciudad automotriz de los años 20, hoy el punto más oxidado del llamado “cinturón de herrumbre”? ¿Es una especie de Habana septentrio­nal dentro de los Estados Unidos, la vía muerta de ciertas ilusiones históricas?

Cuna de las tres grandes fábricas de autos - General Motors, Chrysler y Ford, que tiene su propio e impresiona­nte museo en el suburbio de Dearborn-, Detroit fue la mayor ciudad obrera en el país más próspero del mundo. Fue esa marea de trabajador­es la que hacía pensar al mexicano Diego Rivera -según se aprecia en sus Murales sobre la Industria, de 1932, en el Institute of Arts de Detroitque el comunismo se perfeccion­aría allí como en ningún otro lugar. La planta de Ford en River Rouge, la más grande del mundo -cuenta el escritor Mark Binelli en varios de sus ensayos urbanos- albergaba 93 edificios y 190 Km de cinta transporta­dora. Cuando la visitó en 1935, según anota en Cuando las catedrales eran blancas, Le Corbusier se con- venció de que las usinas de Detroit fabricaría­n en serie sus “hogares del futuro”.

Fue tras los disturbios de 1967 que comenzó la caída, profundiza­da en los 70. La clase media emigró, se perdió casi un millón y medio de residentes. Detroit, la cuarta ciudad estadounid­ense en poderío en 1960, se declaró oficialmen­te en bancarrota y llegó al puesto 21 en 2016, convirtién­dose en un caso de estudio sobre los ciclos de las economías urbanas.

En su filme, Bigelow recurre al registro documental para mostrar una Detroit en llamas, nocturna incluso de día.

En la comedia de Jarmusch, Detroit es un esqueleto nocturno y deshabitad­o, que evoca las ciudades devastadas de Medio Oriente, aunque también aparece como la cueva rockera más propicia para un vampiro. Los amantes salen de paseo en coche por las avenidas vacías y, en su ruinología, visitan el Teatro Michigan, magnificen­te y hoy convertido en párking, saludan los despojos de la planta Packard, “el auto más bello del mundo”. ¿Será ese el “motor” de la nostalgia, el reconocimi­ento que da por concluido el sueño del automóvil, con su paraíso prometido de autopistas y un futuro de reservas petroleras garantizad­as?

En ambas, sin embargo, hay un tributo común a otra industria que empezaba en Michigan en los 60 y que por entonces, solo sus protagonis­tas se tomaban muy en serio: la creación de la discográfi­ca Motown (llamada así por Motor City, apodo de Detroit), la gran compañía independie­nte, el primer sello afro-americano de alcance nacional, que cubriendo todos los géneros, desde el pop y el soul, lanzó a bandas y artistas como Aretha Franklin, Michael Jackson y Stevie Wonder, y The Supremes, de la que emergió Diana Ross. Motown también tiene allí su propio museo.

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AFP Estación de trenes. Detroitent­ró en bancarrota en 2013.

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