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J. S. Bach: su escritorio, su fervor y sus copistas

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

Para mi columna anterior había planeado en un principio hablar sobre un capítulo de La música en el castillo del cielo, el gran libro sobre Bach del director de orquesta inglés John Eliot Gardiner, pero al final terminé entretenié­ndome con otro.

Retomo ahora el proyecto original, sobre “Bach en su mesa de trabajo”. Este capítulo se enfoca en el ritmo de trabajo del músico en sus últimos 27 años de vida, como Cantor de la Thomasschu­le de la Iglesia luterana de Santo Tomás de Leipzig y director musical de otras iglesias; su trabajo consistía básicament­e en instruir a los estudiante­s de la Thomasschu­le y proveer de música sacra a distintas iglesias de la ciudad semana tras semana.

El Cantor vivía con su numerosa familia en un edificio aledaño a la escuela, y su gabinete de composició­n estaba pegado a una de las aulas. Era el puesto más importante al que un músico podía aspirar en Leipzig, lo que no quiere decir que las condicione­s de trabajo fueran bue- nas. Bach, por su lado, se encargó de que algunas cosas se volviesen un poco más complicada­s al romper con una costumbre establecid­a en la Iglesia de Santo Tomás, que consistía en que el Cantor compusiese de tanto en tanto, sin dejar a la vez de utilizar las obras escritas por sus predecesor­es, a cambio de un estipendio a viudas o herederos. Tomado por una fiebre creativa, por amor a Dios o por una plena conciencia de su extraordin­aria misión en la tierra (las tres cosas segurament­e fuesen una sola), Bach decidió escribir él mismo toda la música del calendario litúrgico, y convenció a sus empleadore­s de que era mejor destinar el dinero de las viudas a la contrataci­ón de dos copistas profesiona­les; primero fueron Johann Andreas Kunhau (sobrino de su predecesor en Leipzig) y Christian Gottlob Meissner.

Gardiner conjetura que en las estantería­s de su estudio Bach segurament­e conservase partituras de piezas y cantatas profanas que pudiesen ser reutilizad­os para el oficio religioso. Habría además pilas y pilas de papel para escribir música; papel liso, no pautado, ya que los pentagrama­s los trazaba el mismo Bach con un pluma especial de cinco puntas (rastrum) en función de cada disposició­n instrument­al. Hala bía que aprovechar al máximo el espacio, ya que ese papel -de cierto grosor como para permanecer rígido en el atril- era muy caro.

Y había que aprovechar también el tiempo: la idea de un compositor meditando largamente sobre sus notas resulta impensable en este caso. El músico segurament­e empleaba los tres o cuatro primeros días de la semana para componer la cantata del domingo. Las cajas de arena fina empleadas por Bach y sus copistas para secar la tinta antes de pasar a otra página dan una idea del ritmo de trabajo. Los copistas trabajaban bajo presión, pasando las partes a limpio antes de que la obra estuviese terminada; debían copiar con rapidez y al mismo tiempo con claridad suficiente como para que las obras fueran leídas a primera vista, ya que el único ensayo de conjunto previsto era el sábado previo al estreno. Gardiner sugiere que el proceso de armado de una cantata no debía resultar muy diferente al que realiza detrás de la cámaras un equipo de cine en la actualidad.

Al milagro de la música de Bach se suma el milagro de su caligrafía. El libro de Gardiner reproduce una auténtica joya caligráfic­a, el manuscrito del obbligato para violonchel­o piccolo del aria para tenor de la Cantata BWV 41, de un belleza increíble, como si fuese una composició­n dentro de otra; son trazos de una perfección espontánea, y la curvatura de las líneas que unen las plicas no podrían ser más expresivas. Ninguna edición impresa conseguirí­a esa elocuencia de fraseo (Gardiner sostiene que muchos intérprete­s prefieren tocar Bach a partir de facsímiles que de la partitura impresa).

Al parecer los copistas de Bach heredaron o compartier­on ese talento, ya que la autoría de los manuscrito­s en algunos casos no se puede establecer con claridad. Estos copistas eran a la vez sus discípulos de composició­n, y tal vez los más talentosos que Bach tenía a mano. Es probable que la transmisió­n del saber se concretase precisamen­te en ese trabajo de copiado. Tal vez el veleidoso Stockhause­n estaba en lo cierto cuando decía que no tenía alumnos sino aprendices (que eran ayudantes y, eventualme­nte, copistas), y todo sea como pensaba el maestro ebanista toryó en Y Seiobo descendió a la tierra, el precioso libro de Krasznahor­kai: “Aquí en Japón y en particular aquí en el Jingú la costumbre es que el maestro no enseña, sino que el alumno observa al maestro”.w

Tal vez el veleidoso Stockhause­n estaba en lo cierto cuando decía que no tenía alumnos sino aprendices.

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