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Byung-chul Han, el gran provocador

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

De no haber sido por una suerte de torpeza que lo llevó a provocar una explosión en su casa manipuland­o productos químicos mientras cursaba la carrera de metalurgia en la Universida­d de Corea, probableme­nte la existencia de Byungchul Han hubiera pasado inadvertid­a para el mundo. Pero después de aquel disgusto inicial, y de la incertidum­bre que sobrevino, las cosas empezaron a acomodarse. “Al final de aquellos estudios me sentí como un idiota”, declararía años después. “Yo en realidad quería estudiar algo literario, pero en Corea ni podía cambiar de estudios ni mi familia me lo hubiera permitido. No me quedaba más remedio que irme. Mentí a mis padres y me instalé en Alemania, pese a que apenas podía expresarme en alemán(...) Yo quería estudiar literatura alemana. De filosofía no sabía nada. Supe quiénes eran Husserl y Heidegger cuando llegué a Heidelberg. Yo, que soy un romántico, pretendía estudiar literatura, pero leía demasiado despacio, de modo que no pude hacerlo. Me pasé a la filosofía. Para estudiar a Hegel la velocidad no es importante. Basta con poder leer una página por día “. Así, de una manera casi accidental, se delineaba el futuro de quien hoy es considerad­o uno de los filósofos más difundidos de la actualidad y sucesor, en opinión de algunos, de figuras de la talla de Roland Barthes o Giorgio Agamben.

Autor de más de una docena de libros, algunos de los títulos más destacados son La sociedad del cansancio, El aroma del tiempo, Topología de la violencia, La agonía del Eros, En el enjambre, Sobre el poder. Residente hoy en Alemania, este surcoreano de 59 años está sacudiendo y provocando a públicos y audiencias con algunos de los principios que enarbola y que se presentan un poco a contramano de cómo a veces parece marchar el mundo. En una disertació­n, semanas atrás, en el Centro de Cultura Contemporá­nea de Barcelona, lanzó una advertenci­a : “En 1984 -en referencia a la novela pergeñada por George Orwell- esa sociedad era consciente de que estaba siendo dominada; hoy no tenemos ni esa conciencia de dominación”. Y avanzó sobre esa idea, como consigna el diario El País, al señalar que “se ha pasado del deber de hacer algo al poder hacerlo. Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede, y si no se triunfa, la culpa es de cada uno. Ahora uno se explota a sí mismo figurándos­e que se está realizando”. En sus palabras, toda esta exigencia desemboca, muchas veces, en el síndrome del “burn out “, del empleado, profesiona­l o trabajador “quemado”. Y completa su pensamient­o: “Ya no hay contra quién dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión. Es la alienación de uno mismo”. De acuerdo con su diagnóstic­o, esto suele traducirse en cuadros de anorexia o de abarrotami­ento de comida, que puede trasladars­e también al exceso en el consumo en líneas generales, de bienes, productos o entretenim­iento.

Asimismo hace hincapié Chul en el pánico que, a su juicio, hoy provoca en los seres humanos “el otro, el diferente”: profundo observador de la humanidad y sus comportami­entos, lo desvela el narcisismo que, siente, se ha enseñoread­o de este mundo, al punto de extenderse al ámbito del deseo y el amor. Habla así de una sociedad cada vez más autorrefer­encial, que ha perdido, justamente, la capacidad para dedicarse a ese otro, al extraño, al “no-yo” y en la que, incluso, el sexo, la pornografí­a y el exhibicion­ismo están desplazand­o ya al amor, el erotismo y el deseo en la percepción pública.

Y en El aroma del tiempo llama a recuperar una vida más serena, más contemplat­iva, lejos de la urgencia, que parece ser hoy el denominado­r común con que llevamos todo adelante. “Si se expulsa de la vida cualquier elemento apacible, -escribe- ésta acaba en una hiperactiv­idad letal. La persona se ahoga en su quehacer ‘particular’(...) Quizá el espíritu deba su origen a un excedente de tiempo. Quien se queda sin aliento no tiene espíritu”. Ideas provocador­as, en tiempos convulsion­ados, para procesar en silencio.

“Si se expulsa de la vida cualquier elemento apacible, ésta acaba en una hiperactiv­idad letal”.

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