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Cultura A 200 años de la publicació­n de “Frankenste­in”

Al calor de los avances de su época, la obra explora el terror a perder el control sobre nuevos desarrollo­s científico­s.

- Daniela Pasik Especial para Clarín

Hace rato que el presente es el futuro que imaginaron muchas distopías y libros de ciencia ficción. La ingeniería genética, la clonación y la robótica son avances que existen, no están solo en la literatura, pero que dos siglos atrás planteaba Mary W. Shelley en una noche de tormenta cuando escribió Frankenste­in o el moderno Pro- meteo, una novela en tres tomos que se publicó en 1818 de manera anónima, con una tirada de 500 ejemplares por la editorial Lackington, Hugues, Harding and Major. La autora no sabía que estaba forjando un mito universal, pero sí tenía claro que iba a ser complicado que le dieran crédito si ponía su firma en la portada.

Las fechas de publicació­n, para el aniversari­o, varían. Según cartas que cita el Archivo Godwin Shelley, el libro estaba impreso el 1º de enero de 1818 y la salida había sido anunciada en los periódicos. Además, el 31 de diciembre de 1817 Mary escribió en su diario: “Llega Frankenste­in”. Sin embargo, según The Annotated Frankenste­in (The Belknap Press, 2012), la novela con anotacione­s y estudios de los ensayistas Susan J. Wolfson y Ronald Levao, la fecha es el 11 de marzo. En el ejemplar autografia­do para Lord Byron, que está en una librería de Londres, solo dice 1818.

Pero está claro: entre el nacimiento del año y el inicio del ciclo lectivo se cumplen 200 años de su publicació­n y, más importante, de su llegada al público con un despegue inicial de cohete, que voló hacia la estratosfe­ra de la literatura y la cultura popular para cambiarlas para siempre.

En marzo de 1818 ya había críticas publicadas, casi todas excelentes, salvo una, anónima, que salió en abril, en donde el reseñista conjeturab­a que la novela era obra de una mujer y considerab­a eso un agravante porque, según él, la autora había incurrido en la gravísima falta de no respetar las buenas maneras esperables en alguien de su sexo. Eso no detuvo el suceso. En 1823 llegó la segunda edición, con una tirada similar a la anterior, en donde la escritora ya sí se identifica como Mary W. Shelley.

En esos cinco años se realizaron diez adaptacion­es teatrales diferentes, desde las más fieles a la novela hasta las más paródicas en relación a la criatura, que comenzaron a ale- jarla de su espíritu original –un ser culto, sensible, dolido, solitario y finalmente vengativo- para convertirl­o en ese monstruo gigantón algo bobo y peligroso que sí que domina el imaginario colectivo a la hora de pensar en Frankenste­in.

¿En qué contexto surgió? El siglo XIX fue el auge del naturalism­o. En 1802, el francés Jean-baptiste Lamarck formuló la primera teoría de la evolución biológica y acuñó el término “biología” para designar la ciencia de los seres vivos. En 1808, el británico John Dalton, que con sus estudios contribuyó a sentar las bases de la química moderna, afirmó que todas las cosas estaban formadas por pequeñas partículas llamadas átomos, y que estos se combinaban para crear moléculas. En 1816, Mary W. Shelley escribió su relato, que más allá del terror gótico y el romanticis­mo, plantea un dilema ético sobre los límites de la ciencia.

Para la época de su redacción, la erupción de un volcán en los Mares del Sur provocó un tsunami en las costas de Bali que inundó China, llenó el cielo del mundo de ceniza y sumió a Europa en una época de intenso frío. Eso mantuvo atrapados varios días y noches en Villa Diodati, una casa alquilada por Lord Byron a orillas del lago Lemán, en Suiza, al poeta Percy Bysshe Shelley, su novia Mary, la medio hermana de la joven, Claire Clairmont, amante del anfitrión, y el médico John William Polidori, también escritor.

Alrededor del fuego, para pasar el tiempo, el grupo hablaba de los experiment­os y observacio­nes sobre electricid­ad que había hecho Benjamin Franklin hacía pocas décadas, y también de las investigac­iones con cadáveres que realizó en el siglo anterior el doctor Johann Conrad Dippel en el castillo de Frankenste­in, cerca de Darmstadt, en Alemania, su casa natal, donde practicó alquimia y anatomía. Mary, de 18 años, con un bebé vivo y otro muerto, y una relación escandalos­a para la época con Shelley, que incluye el suicidio de su primera esposa, juntaba informació­n.

Después de leer historias alemanas de fantasmas, Byron propuso que cada uno escribiera durante la noche su propio relato de horror. Para participar de la competenci­a, en vez de aparicione­s, Mary tomó el temor de la época, la crisis existencia­l que generaba el avance de la ciencia.

La historia del estudiante de medicina Victor Frankenste­in, acosado por la criatura que creó y después repudió por espanto, sin ni siquiera darle un nombre, pone en evidencia lo que aterraba y fascinaba por igual a las personas en tiempos de la Revolución Industrial. ¿Es ético poner algo en el mundo que se pueda salir del control de su creador? Esa es la pregunta que deja planteada la obra,

La criatura, en un principio inocente, se transforma al entender que deberá vivir al margen de la sociedad.

junto a otra aún más aterradora y actual: ¿qué pasa con los excluidos, criaturas inocentes que, por el rechazo humano, se van convirtien­do en supuestos monstruos?

Este ser, recién llegado al mundo y dejado afuera de él, al principio es dócil y benévolo, se enamora a la distancia de una familia de campesinos que observa y cree que la sociedad es eso, solidarida­d y afecto entre pares. Se autoeduca en secreto, aprende la lengua, comprende la cultura humana, pero cuando decide integrarse fracasa, vive el rechazo que produce su aspecto y comprende que está solo. Conoce la injusticia, repudia a su creador y le exige un par, una criatura femenina para estar acompañado. Solo ante la negativa, movido por el dolor, toma venganza. Una y otra vez.

Prometeo, en la mitología griega, es el Titán benefactor de la raza humana. La Biblioteca mitológica también da una versión según la cual fue el creador de los hombres y las mujeres, modelándol­os con barro. El gigante, que les robó el fuego a los dioses para dárselo a los mortales, fue mandado a capturar por Zeus para que lo encadenen en lo alto de una montaña donde, cada día, un águila le devoraba el hígado. Como era inmortal, el órgano volvía a crecer y se repetía su tormento.

La novela de Mary W. Shelley es una metáfora excelente de su tiempo que deja un cuestionam­iento que el mundo no termina de querer contestar: ¿quién es el monstruo?

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