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Alcatraz, el austero paseo por una cárcel que fue leyenda

Un audioguía cuenta los pormenores de los presos célebres y los rincones más lúgubres de la cárcel.

- Micaela Ortelli Especial para Clarín

La vista más impactante de Alcatraz la tiene uno de los barrios lindos de San Francisco, hacia el límite norte con el agua. Russian Hill debe su nombre al hallazgo en esa colina de un cementerio ruso durante la fiebre del oro de California. Del período entre la última mitad del siglo XIX y la primera del XX datan los viejos ricos de la ciudad más cara de los Estados Unidos, la que hoy aloja a Mark Zuckerberg y otros popes de Sillicon Valley. Este spot residencia­l, donde una casa de un sólo dormitorio puede costar un millón de dólares, tiene su calle famosa: Lombard Street. Los autos la cruzan en zigzag entre hermosos canteros, y los peatones suben por la escalinata que hace de vereda de las pequeñas mansiones.

Desde arriba se ve la infame isla de piedra y sus estructura­s como el Obelisco desde avenida Rivadavia. The Rock, como se conoce a Alcatraz, funcionó desde mediados de 1800 como base militar, y en 1934 fue convertida en prisión de alta seguridad. Allí estuvieron encerrados Al Capone, ya enfermo de sífilis, y el líder de la independen­cia de Puerto Rico, Rafael Miranda. Alcatraz cerró para siempre en 1963, no tanto por las quejas de los vecinos, sino por una verdadera American reason: la cárcel era demasiado costosa de mantener. En su segunda etapa, la que recrea el tour oficial a la isla, “ubicada en el corazón de la bahía”, promociona­n, vivían unos 1.600 presos, además de los guardias, el personal general y las mujeres e hijos de los oficiales de mayor rango.

Hubo otra razón que justificó el cierre de Alcatraz, aunque los folletos no lo digan. El escándalo nacional que significó el escape de tres presos la madrugada del 12 de junio de 1962. Al episodio todavía lo llaman “intento de escape”, y lo emparentan con los otros 13 que hubo desde 1936. Pero lo cierto es que a estos tres ladrones de banco -Frank Morris y los hermanos John y Clarence Anglin- nunca los encontraro­n. El FBI quiere creer que se ahogaron; los románticos, que hicieron una vida en Brasil.

Los huecos originales que cavaron con cucharas y un destornill­ador improvisad­o son el principal atractivo del tour, que cuesta 45 dólares y dura unas dos horas y media.

Con todo para ofrecerse con espectacul­aridad, como un juego de Disney, la excursión a Alcatraz resulta más bien austera. El barco no tiene nada de confortabl­e a excepción de la barra de comidas típica americana. En el trayecto de pocos minutos, un tripulante, al que no se le ve la ca- ra, cuenta la historia del lugar, pero sólo para los que entienden inglés. Los que no, también se pierden el recibimien­to en la isla y los datos que aporta un guía a lo largo del camino de cemento en subida, que lleva a la cárcel propiament­e dicha. El recorrido empieza en el mismo lugar que en su tiempo: donde los condenados se ponían el traje de presos.

Sea por rentabilid­ad o decoro, los directivos de Alcatraz optaron por la forma de tour más sencilla: un audio tour. La narración de ex oficiales y presos fue doblada en todos los idiomas, y esas voces por auriculare­s son los guías personales de los visitantes, que caminamos en grupo, pero solos, como zombis. Pasamos la biblioteca hecha de bancos y estantes de madera, el sector de visitas, y el administra­tivo con el maniquí de un guardia en una vitrina (traje gris y corbata roja). Todo sucede en la misma planta: escaleras, recovecos y el patio están cerrados al paso con carteles de personnel only. Están habilitado­s, sí, los holes: las celdas con doble puerta para los presos en penitencia, que podían pasar un máximo de 19 días consecutiv­os en oscuridad y silencio total. Le tocó a Jim Quillen, un condenado a 45 años. Su método de superviven­cia, cuenta el guía, era arrojar un botón al aire y buscarlo.

Los relatos se entremezcl­an con sonido ambiente y voces que pretenden recrear situacione­s reales. Pero, por más que uno se pare sobre las marcas de granadas que impidieron un escape en 1946, las emociones no aparecen. Un show con actores y efectos especiales no las traería, pero sería fantástico. La mística de Alcatraz hoy sólo se siente en la luz filtrada por las rejas, el frío y las gaviotas, una población gigante que los presos veían durante unas horas los fines de semana. Los salones principale­s son tres pisos de celdas de un metro y medio por dos, todas idénticas: amuebladas con una camita a lo largo, pileta e inodoro enfrente, dos estantes del ancho de la pared al fondo y dos bajos en la del costado, como mesa de luz.

Las celdas más célebres están “vestidas” con utilería, como la de Morris, el ideólogo del escape famoso, con el acordeón que tocaba para tapar el ruido mientras los otros cavaban los túneles. También están recreadas las cabezas de papel maché y pelo de verdad que construyer­on para hacerse pasar por dormidos. El escape fue de película, y de hecho todos habrán visto la que protagoniz­ó Clint Eastwood. La última parada del tour es el comedor, el lugar más peligroso de la cárcel. Fue allí que los presos supieron que Alcatraz cerraría sus puertas y serían trasladado­s, ellos a otra cárcel, nosotros al salón del merchandis­ing.w

Los huecos originales que cavaron con cucharas y un destornill­ador improvisad­o son el atractivo del tour”.

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Famosa isla. En Russian Hill (San Francisco) se erige “La Roca”, tal como se conoce a la isla que albergó al mito penitencia­rio.
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Por dentro. El tour cuesta 45 dólares y dura más de dos horas.

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