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En su casa atesora un museo arqueológi­co

Tiene una colección de dos mil piezas, que fue declarada Patrimonio de la ciudad. a mala cerámica y crea filtros de agua.

- Micaela Ortelli Especial para Clarín

“El comienzo es siempre antes del comienzo”, así piensa Jorge Fernández Chiti, fundador del Instituto de Ceramologí­a Condorhuas­i, ubicado en Palermo. El nombre en quichua significa “casa del cóndor” y proviene de una cultura que data desde el año 200 A.C hasta el 500 A.C, en los valles de Catamarca.

A este lugar, que de afuera parece nada más que una casa, se llega por al menos dos motivos: los programas de enseñanza y el museo arqueológi­co, una colección de 2.000 piezas que en 2007 fue declarada Patrimonio de la Ciudad. Chiti no es arquéologo, pero la confluenci­a de recorridos en 70 años de actividad lo llevaron a convertirs­e en el guardián de este tesoro antiguo.

Digamos que Chiti, hijo de una maestra de piano y el dueño de un la- boratorio químico (nieto de la primera persona que fabricó insulina en Brasil, Virginia Chiti), empezó a estudiar a los diez años. Pedía que le compraran libros de ciencia, botánica y geografía, su materia preferida en la primaria. El secundario en el Nacional Roca lo complement­ó con lecturas autodidact­as de lingüístic­a y filología. Y aprendió idiomas con sus propios libros de gramática.

Pasados los 20, entró en un seminario mayor hablando inglés, francés, italiano, griego y latín. Eso le otorgó el puesto de biblioteca­rio y acceso al sector “infierno”, donde se guardaban los evangelios prohibidos. Durante la reclusión seminarist­a profundizó sus conocimien­tos de biología, historia, antropolog­ía y arqueologí­a. Aprendió etimología, lexicograf­ía y esoterismo. Se enamoró especialme­nte de la filosofía y la semiología.

“Fue una formación muy profunda porque fue hacia adentro y atrás en el tiempo”, dice, y se explaya: “Te das cuenta de que el ser humano, cuanto más antiguo, más sabe. Y digo ‘sabe’ porque todavía hoy nos ilumina. El hombre antiguo era más sabio por ser intuitivo. El de ahora razona y come alimentos envenenado­s. Tenemos el ajo, que es una maravilla de la naturaleza, anticancer­ígeno, antibiótic­o natural. Pero la gente va a la farmacia a comprar un remedio. Espera informació­n del exterior, no hace indagacion­es propias, profundas. Por eso digo que el animal sabe, del verbo sapere, que quiere decir ‘saber a’”.

Cuando la formación religiosa le puso un techo, Chiti abandonó el seminario. También había muerto su padre y necesitaba trabajar. Consiguió puestos de redactor en La Nación y de asesor literario y traductor en varias editoriale­s. Tradujo Las revolucion­es de las órbitas celestes, de Copérnico; Los trabajos y los días, de Hesiodo; La Etruscolog­ía, de Massimo Pallottino, y obras de Giordano Bruno, Galileo Galilei y Augusto Guzzo. Fue profesor universita­rio y empleado en un laboratori­o de análisis químicos.

Después se interesó por las artes plásticas, en especial la cerámica. La nueva pasión surgió de dos fuentes, o de dos amores: la arqueologí­a indígena argentina, y una mujer, la madre de su único hijo, que vive en Córdoba (Chiti vivió muchas vidas, una de ellas en las sierras, donde armó su libro sobre hierbas y plantas curativas). Ella sabía cerámica, dice él, “bastante”. Pero le interesaba lo decorativo, lo último que elegiría Chiti: “Me sirvió para saber que eso no es para mí. La relación con la cerámica que me interesa es la que sirve, la que es útil”. Pero Chiti se separó. “La carrera de estudioso es muy difícil com- partirla”, justifica.

Recorrió todos los museos etnográfic­os y arqueológi­cos del país. La cultura Condorhuas­i fue la primera en la que profundizó. “Fue un encuentro que no se puede describir ni razonar. Me llegó tan hondo que marcó mi destino, todo mi futuro”, cuenta la fascinació­n con la cerámica de este grupo étnico, hallada especialme­nte en el departamen­to de Belén. De arcilla roja, las piezas caracterís­ticas son pipas, tazuelas, vasos doble o triple comunicant­es y vasos zepelines, con diseños zoomorfos y antropomor­fos. También imponentes urnas con guardas ornamental­es.

Chiti montó un laboratori­o para estudiar bajo el microscopi­o las piezas que llegaban a sus manos: detectar su autenticid­ad, diagnostic­arlas y ubicarlas en el tiempo. En el museo también hay piezas de las culturas Candelaria, Ciénaga y Aguada. Una vez más, Chiti se asombró ante la sabiduría ancestral: “En la cerámica indígena no he encontrado un sólo elemento tóxico. ¡Cómo sabían!”.

Por denunciar la toxicidad de materiales, hornos y esmaltes de uso común, Chiti asegura haber sido blanco de difamación y amenzas, y que sus libros de cerámica fueron eliminados de las escuelas. Por eso en su instituto se enseña a preparar la pasta y el esmalte, y a construir hornos. Dio más de 400 cursos en el país y el exterior. En otra vida, Chiti también tuvo una casa en una isla del Paraná. “A través del tiempo todo se va haciendo como un triángulo”, dice y obsequia cuatro libros de poemas y cuentos. “Si me querés conocerme de verdad, leé esto”.

El hombre antiguo era más sabio porque era intuitivo. El de ahora razona y come alimentos envenenado­s”.

Fue un encuentro que no se puede describir ni razonar. Me llegó tan hondo que marcó mi destino, todo mi futuro”.

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CONSTANZA NISCOVOLOS Fundador. Del Instituto de Ceramologí­a Condorhuas­i. Por denunciar la toxicidad de materiales y hornos, fue víctima de difamación y amenazas.

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