Bonnett, el reflejo en una escalera
“El libro desató hechos para mí –dijo la escritora, sin poner especial énfasis en sus palabras-. Me puso en cadena con ciertas experiencias y con padres como yo. Y ya no pude librarme de esa cadena que integro, incluso a pesar de mí, gracias a mi libro”.
Piedad Bonnett, poeta colombiana y autora de Lo que no tiene nombre, el testimonio desnudo y lúcido de quien ha sobrevivido al suicidio de un hijo, volvió a Buenos Aires, invitada al Festival de Poesía. El domingo pasado en la Feria, después de conversar con la periodista Verónica Abdala y pocos minutos antes de nuestro café, Piedad bajaba por una escalera cuando una desconocida, que había estado escuchándola, se lanzó también fuera de la sala y la abordó a mitad de camino.
-Admiro tu coraje pero no pude pasar de las primeras páginas-, contó que le dijo la mujer. Y su expresión de angustia y el mensaje corporal de sus hombros vencidos (la entrega de un cuerpo que reconoce que no tendrá alivio) le bastaron a la escritora para adivinar el motivo que le había impedido avanzar y aquello que debía preguntarle.
En el primer capítulo de su crónica, Piedad cuenta cómo ella y sus hijas buscan, entre las páginas de cada libro y en cada rincón del departamento del hijo, algún indicio escrito o dedicado por el suicida. Daniel murió el sábado 14 de mayo de 2011 en Nueva York; acababa de cumplir veintiocho años y llevaba diez meses en la Universidad de Columbia. Ningún pariente estaba cerca de él ese mediodía; solo una vecina del último piso oyó “un tropel de pasos” por la terraza; y todo se aclaró para su madre al ver “la ventana abierta, la escalera de incendios que trepa hasta el techo del edificio”.
Sin moverse las dos del mismo peldaño, en ese momento sin tiempo propio de la epifanía y la identifica- ción, en medio del vértigo de la Feria, Bonnett se lo preguntó a la mujer sin eufemismos, las dos en el espejo de la desgracia:
“¿El tuyo dejó algo escrito?” El tuyo, el mío, esos posesivos nombraban a los ausentes que las unían, a todos los hijos muertos por la propia mano y a las víctimas de una sobredosis, a los atrapados en cuadros de esquizofrenia o locura, o en actos de violencia que sus madres no sabrían justificar, esos niños eternos que los convirtieron en padres huérfanos. La desconocida no respondió; tuvo que despertarla, repetirle la pregunta: -¿Te dejó algo escrito, el tuyo? -Sí, el mío dejó una carta. -¿Dijo al menos que te quería? -No, ni una palabra. Me pidió que cuidara mucho de mi hijo menor, que iba a sobrevivirlo. Y que sobre todo no fuera tan exigente con él, que no le arruinara también la vida.
Y otra vez el libro hizo que para Piedad no existan ya en el mundo verdaderos desconocidos. Allí, en esa escalera anónima y de tránsito pesado, donde nadie podría adivinar cuántos de los asistentes a la Feria viven o acaban de vivir ese pequeño y personal “fin del mundo” que significa una tragedia familiar, se dieron un abrazo y rompieron en llanto. Lo que no puede nombrarse es, por definición, lo que permanecerá a flor de piel, el torrente que no tiene contención ni esclusa.
-Sigue leyendo, confía- le dijo a la lectora; no le dijo que una carta destinada a derrotar a un gigante era algo que su hijo suicida le había ahorrado.
No tomaron un café, conversaron unos minutos más, pero durante unas horas, dijo Piedad, seguramente siguieron pensándose. “Lo que te cuento, entonces concluyó-, es que desde que escribí sobre mi hijo Daniel, experiencias así son cotidianas para mí allí adonde vaya”.