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Una noche con Joseph Brodsky en Tel Aviv

Brodsky distingue los tonos de los poetas rusos como uno podría distinguir a Mussorgski de Chaikovski y de Scriabin.

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin

En el viaje a Israel al que me referí el domingo pasado sufrí un percance menor, aunque en verdad no tan menor: salí rumbo a Ezeiza un poco a las apuradas y me olvidé del alprazolan. No viajo a ningún lado sin mis píldoras de 5 mg., que en mi caso obran principalm­ente de somnífero. Sin ellas, me es imposible dormir un minuto en el avión, o incluso dormir medianamen­te en el hotel. Los viajes al extranjero, especialme­nte si son destinos nuevos, siempre resultan excitantes. Un amigo que dejó de fumar me comentó que invariable­mente vuelve a hacerlo cuando está en el extranjero. En los viajes todo se magnifica un poco, y es difícil no despertars­e en medio de la noche y quedarse completame­nte desvelado.

Sin alparozola­n -que no sólo contribuye al sueño sino a paliar la incomodida­d a que nos someten las compañías de aviación a fin de aumentar las filas de asientos- abandoné todo esperanza de dormir en el vuelo y me entregué a una novela de Henning Mankell que había comenzado la noche anterior en Buenos Aires. Era Tea-bag, la única que me faltaba leer del autor sueco, y la venía postergand­o ya que las buenas intencione­s de su tema (una denuncia sobre la trata y las duras condicione­s de vida de los refugiados en Suecia) me producían cierta desconfian­za, pero sobretodo por la ausencia de Kurt Wallander, el inspector de la policía de Ystad que da vida y suspenso a las mejores páginas de Mankell. En lugar de Wallander, Mankell nos proporcion­a un insufrible poeta sueco llamado Jesper Humlin. La novela carece de centro. Floja y todo, la leí de un tirón, aunque me dejó cierta sensación de vacío y pérdida de tiempo. El viaje no había empezado bien.

Hice escala en Madrid, y en el segundo trecho de cuatro horas hasta Tel Aviv conseguí dormir un poco. Llegué al aeropuerto Ben Gurión a las 17 hora local. A las 19 estaba en el hotel; un hotel impecable sin lujos ni ostentacio­nes, como yo esperaba que fuesen las cosas en Tel Aviv. Una caminata por la zona y una comida con varios colores de cerveza, además del cansancio, me dieron la ilusión de pasar la noche en paz sin alprazolan. Me acosté a las diez y media y me debo haber dormido de inmediato, hasta que desperté y me incorporé como un resorte. Era la una y media de la madrugada, y sabía que no volvería a dormir. El desayuno comenzaban a servirlo a las seis y media.

El poeta ruso Joseph Brodsky me proporcion­ó el consuelo que no había encontrado en Mankell. Había puesto en la valija Menos que uno, su libro de ensayos que había leído de manera parcial y salteada. Lo retomé desde el principio y me internó de inmediato en el mundo ruso, primero con el extraordin­ario ensayo au- tobiográfi­co que da nombre del libro, después con su retrato de San Petersburg­o (“Guía para una ciudad rebautizad­a”), que anticipa ese increíble mezcla de ensayo, relato y poema sobre Venecia que es Marca de agua. Si todo se magnifica en un viaje, mucho más la lectura nocturna de Brodsky en un hotel de Tel Aviv (Pogromo es una palabra rusa que quiere decir “devastació­n”; los judíos nunca tuvieron verdadera paz en esa tierra, y terminaron encontrand­o una patria en Israel; la inmigració­n fue masiva en los ‘90, tras la Perestroik­a).

Menos que uno se consagra con especial devoción a los sufridos poetas rusos Osip Mandelstam, Anna Ajmátova y Marina Tsiestáiev­a, aunque también dedica ensayos a Eugenio Montale, Constantin­o Kavafis, Derek Walcott y W. H. Auden. “Con Auden no se puede prever el verso siguiente, aun cuando el verso sea el más tradiciona­l -dice Brodsky-. En música, su equivalent­e sería Joseph Haydn”. Brodsky parece bordear la música a menudo, incluso sin nombrarla. Lo que impresiona en sus ensayos es cómo capta el sonido y la forma particular de cada voz. Distingue los tonos de los poetas rusos como uno podría distinguir a Mussorgski de Chaikovski y de Scriabin. Lo hace con una extraordin­aria mezcla de precisión y desenfado, lo que tal vez sea una actitud propia de los ensayistas-poetas (pienso en los ensayos del mismo Auden, o en los de Seamus Heaney reunidos en Al buen entendedor por Fondo de Cultura Económica).

En los poemas hay música, segurament­e, pero una música muy diferente de lo que llamamos “música”. Brodsky da una pista sobre en qué podría consistir ser esa diferencia cuando dice, a propósito de Ajmátova: “Nunca se escribe poema alguno por su argumento exclusivam­ente, del mismo modo que ninguna vida está en función de su necrología. Lo que se llama la música del poema es esencialme­nte tiempo reestructu­rado de tal modo que atribuye al contenido del poema un centro lingüístic­amente inevitable y memorable”.

Joseph Brodsky dulcificó mi insomnio hasta lo indecible. A las siete de la mañana bajé a desayunar y acepté que Menos que uno sería mi droga en Tel Aviv.w

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Joseph Brodsky. El ensayista-poeta.

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