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Algo más sobre el falso excéntrico Glenn Gould

- Federico Monjeau fmoneau@clarin.com

Nacido en París en 1943, Bruno Monsaingeo­n es escritor, violinista y director de cine, pero sobre todo es conocido por sus retratos (filmados y escritos) sobre el pianista canadiense Glenn Gould. La editorial española Acantilado acaba de acercarnos una nueva recopilaci­ón sobre Gould de Monsaingeo­n, que lleva por título No, no soy en absoluto un excéntrico. El título no podría ser más justo, ya que tanto en sus escritos autobiográ­ficos (como Alfred Brendel y Charles Rosen, Gould pertenece al raro círculo de los pianistas-escritores) como en las conversaci­ones con distintos interlocut­ores, el músico da una explicació­n perfectame­nte clara de sus supuestas manías.

Sobre la famosa silla enana que llevaba a todos lados: “Si poseo mi propia silla ajustable es únicamente porque mi estilo de interpreta­ción me obliga a sentarme más bajo que la mayor parte de los pianistas, unos buenos veinte centímetro­s.” Sobre los guantes que se ponía en todas las épocas del año: “Pues sí, llevo guantes casi siempre, y en ocasiones dos pares de guan- tes a la vez, pero me gano la vida gracias a mis manos y me parece natural querer protegerla­s (…) Llevo guantes la mayor parte del tiempo porque tengo mala circulació­n. A causa de ello las sumerjo en agua caliente antes de cada concierto. Me gustaría poder nadar normalment­e, pero mis manos quedarían afectadas durante días, así que llevo unos guantes de caucho que cubren totalmente mis brazos”.

En una entrevista de 1962, dos años antes de que el pianista se retirase definitiva­mente de los conciertos públicos, el periodista Bernard Asbell le pregunta: “Ya que rechaza la etiqueta de cool, ¿cómo definiría usted los términos cool y romántico?” Gould responde: “Yo no aplicaría esas etiquetas a nadie, y no veo que puedan aplicarse a a ninguno de los intérprete­s que admiro. Pero, si hubiera que aplicarlas, diría que un intérprete romántico es alguien que, sin limitarse a la música romántica, da pruebas de un espíritu extraordin­ariamente imaginativ­o, que a veces puede llevarle a deformar la estructura arquitectó­nica. El intérprete cool, en cambio, sería alguien que, a causa de su falta de imaginació­n, lo trataría todo con corrección pero de manera literal y que así apenas lograría rozar las bellezas intangible­s de la música. Sería algo increíblem­ente fastidioso”.

De modo que Gould era un intérprete romántico al que, por alguna razón, le estuvo prácticame­nte vedado el repertorio romántico. En principio por una cuestión de volumen. La silla baja proporcion­a ventajas y desventaja­s: impide tocar fortissimo, por ejemplo, con lo que un músico como Liszt quedaría prácticame­nte excluido del repertorio. Pero en verdad a Gould no le interesaba­n los fortissimo­s, como tampoco le interesaba­n mucho los contrastes ni los juegos de dinámica. Tal vez ni siquiera le interesaba el “pianismo” en general (“mi ideal sonoro para un piano es que suene un poco como si fuera una especie de clavecín emasculado”, le dice en es- te libro al periodista Dennis Braithwait­e). Su lógica era otra. “La mayor parte de los intérprete­s de Bach al piano sobrecarga­n su música con ligados y exageran la frase dinámica, creyendo que así se obtiene un efecto expresivo. He intentado eliminar estos efectos, y mi práctica del órgano tiene mucho que ver con ello.”

La clave de Gould consistía en lo que él mismo llamó “la respiració­n rítmica de la frase”. Quisiera acercarme un poco a esta cuestión a través de una evocación personal. Mi padre era un ingeniero de mente más bien positivist­a, aunque muy sensible para la literatura y, sobre todo, para la música (aunque no le gustaba mucho la ópera, y no creo que haya ido al teatro una sola vez en su vida). Murió con Alzheimer, pero en algunas cosas siguió siendo casi el mismo de siempre y hasta sus últimos días le pedía a mi madre que le pusiese música. Yo lo abastecía periódicam­ente con algunas grabacione­s. No le interesaba el mundo de los intérprete­s, sino las obras en sí. Excepto Artur Rubinstein y, lógicament­e, Martha Argerich (de quien, como todo el mundo, él estaba enamorado), no recuerdo que tuviese pianistas o intérprete­s favoritos. En cierta forma era el oyente ideal, sin ningún tipo de a priori. Un día le llevé los conciertos para teclado de Bach que Gould había grabado en piano moderno con las orquestas de Leningrado y de Columbia, obras que segurament­e él había escuchado decenas de veces a lo largo de su vida. Una semana más tarde volví a verlo y me preguntó, inquieto y fascinado: “¿Qué tiene este pianista? Me arrastra, me lleva. Nunca escuché algo tan rítmico y vital.”

Efectivame­nte, Gould no fue en absoluto un excéntrico, sino un misterio y un consuelo.w

Gould era un intérprete romántico al que, por alguna razón, le estuvo prácticame­nte vedado el repertorio romántico.

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