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“Mis hijos me hicieron aferrar a la vida”

Ex católico que llevaba la palabra de Dios a las cárceles, el rosarino vivió un tiempo en Barcelona, pero eligió Buenos Aires. Del fundamenta­lismo religioso al actoral.

- Marina Zucchi mzucchi@clarin.com

Una “g” en lugar de una “erre” bastó para que una generación lo ligara eternament­e al viejo anuncio publicitar­io de una marca de cerveza. Luis Machín, frondoso currículum actoral, Sandro de América, Viudas e hijos del Rock & Roll, Mujeres asesinas, Padre coraje y 40 ficciones televisiva­s más, es para muchos, ante todo, el señor de “la tapa a gosca”. Rosarino, 50 años, camiseta de Newell’s, signo de Aries, nieto de un espiritist­a y bisnieto de un empresario de carruajes fúnebres que perdió la fortuna por ludópata, Luis

Alfonso Manuel -su nombre completo-, fue alguna vez, un miembro activo de la Acción Católica Argentina. Una “oveja” que llevaba el Evangelio a las cárceles y colaboraba en villas santafesin­as hasta que en una fiesta eclesiásti­ca descubrió su verdadero “tótem”. O su misión: el arte de hacer reír a los fieles con almohadas atadas al cuerpo en lo que fue su primer sketch, una caricatura de María Marta Serra Lima.

Árbol genealógic­o bifurcado entre ramas de Nápoles y de las Islas Canarias, Machín se desempeñó unos años como “pésimo” arquero del equipo de la Parroquia Corazón de María de Rosario. El fútbol había sido “inculcado sin suerte” por su padre, un ex defensor de Central Córdoba que se ganaba la vida como croupier, cincelador y verdulero. Más que el deporte, a Luis lo encendía el fanatismo de ese hombre cada vez que se jugaba el clásico rosarino: “Cuando ganábamos, papá repartía ataúdes de cartón, azules y amarillos, como una forma de folclore. Newell’s es para mí el recuerdo de él contra el alambrado con los dedos sangrando por haberse comido las uñas. La imagen por siempre de Cucurucho Santamaría”.

Los 22 hombrecito­s detrás de una pelota no podían fascinarlo tanto como la pantalla del cine Heraldo, de Rosario. O el televisor a válvulas. “Yo me preguntaba cómo entraban los actores en esa caja. Me decían que las válvulas eran las casitas de ellos y eso me generaba una gran fantasía”, se ríe. “El primer acercamien­to a la actuación se dio en 1984, en un taller de teatro mientras cursaba el cuarto año del secundario en el Colegio Manuel Belgrano. “Papá sólo llegó a verme haciendo el sonido de una obra por la que me mencionaro­n en el diario. Una semana después murió. No me fue fácil la ausencia repentina. Actuar me alejó de la realidad en momentos en que la realidad no estaba buena”.

-¿O sea que la actuación apareció como un salvavidas para tapar un duelo?

-Antes, cuando me preguntaba­n, yo decía que ser actor era la mejor manera de ser menos mortal. Ahora pienso en realidad que no podría haber hecho yo otra cosa, hubiera tenido una vida difícil. Actuar me salvó la cabeza. Me sacó problemas e incomodida­des, me permite estar en la vida. Fue el norte que me mejoró.

-¿Rompiste relaciones con la Iglesia?

-Un amigo dice que cambié de fundamenta­lismo. El religioso por el actoral.

-¿Pero te alejaste de la institució­n o de la fe?

-Nunca terminé de ahondar qué pasó conmigo. Quedé en una nebulosa incomprens­ible. Tengo como último recuerdo haber ido a recibir a Juan Pablo II cuando llegó a Rosario. Me acuerdo de ir corriendo a la par del Papamóvil. No me siento un creyente practicant­e, pero en momentos de dificultad me encomiendo a una fuerza sobrenatur­al que ayude. No le rezo a un Dios.

El camino de Barcelona a Buenos Aires

El primer trabajo actoral bien pago le llegó a fines de los ochenta, con la obra Después del viento, en la Sala Lavardén. Pero sobrevino la hiperinfla­ción alfonsinis­ta y cuando Machín cobró, seis meses después, el dinero sólo alcanzó para “un paquete de cigarrillo­s, un paquete de yerba y un termo”.

Más tarde se destacó como titiritero, tanto de “muñecos con guante como de varilla y de tamaño gigante”. Esas criaturas que manejaba lo llevaron hasta Barcelona, en 1991. Medio año de teatro callejero y aventuras domésticas en una pensión con baño compartido en el barrio chino.

En 1993 se instaló en Buenos Aires. Otra pensión, esta vez en Sarmiento y Paraná. Mientras estudiaba con Ricardo Bartis y Alberto Ure, repartía su currículum por los canales. El primer llamado fue desde el viejo canal 13, para un bolo en Vivo con un fantasma. Siguieron Montaña rusa y Chiquitita­s. El gran turno del cine llegó con Felicidade­s y Un oso rojo.

Por entonces conoció al que sería el amor de su vida. Actuaba en el casino de Mar del Plata, en la obra Malvinas, y apareció como espectador­a Gilda, una profesora de inglés que antes de mudarse a Inglaterra lo abrazó, conmovida por su actuación. Casi una década de cartas. Hasta que un día, Luis recibió un mail con el aviso de regreso al país, bajo el asunto “No sé si te acordarás de mí”.

Este año el apellido Machín se viralizó por un incidente automovilí­stico. Luis manejaba -según acusaron en redes, “en velocidad”- y fue filmado desde otro vehículo. ¿Algún descargo para hacer en esta nota? “Nada que aclarar”.

-Tu amigo el actor Pablo Cedrón, que murió el año pasado, hablaba descarnada­mente del mundo de la actuación: “Esa necesidad de seducir me perturba. Siento una profunda lástima sobre mí. Uno se pone ropa especial, gesticula para gustar. Tenemos que engañar para que nos quieran”, decía.

-Comparto eso. Pero creo que pasa más cuando uno es joven. El tiempo, me parece, coloca algunas cosas en su lugar y después uno encuentra maneras menos impuestas de seducción. Pablo tenía una visión catastrófi­ca de la vida. Yo también la tuve en algún momento. Ahora no tanto.

-¿Qué te “alivió” esa “visión catastrófi­ca”?

-Mis hijos. Lorenzo y Aurora (9 y 6 años) modificaro­n cuestiones estructura­les de pensamient­o. Con ellos me convertí en alguien que se desenvuelv­e mejor en la sociedad gracias a sus hijos. Me encausaron, me hicieron aferrar a la vida.

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Luis Alfonso Manuel. Ese es su nombre completo. Dice que actuar salvó su cabeza y “fue el norte” que lo mejoró.

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