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Pizarnik, un aborto y la Ley Veil

- Matilde Sánchez msanchez@clarin.com

“Sí, estoy encinta. De pronto, la idea de no reaccionar con miedos y llantos. Hacer lo que se necesita hacer con extrema seguridad y lucidez”. La entrada está fechada en la estadía parisina, el 22 de septiembre de 1963, en la edición definitiva de los diarios de Alejandra Pizarnik. Publicado hace dos años en España, al cuidado de Ana Becciú, el nuevo tomo devuelve nada menos que 600 páginas a la versión original, expurgada por Miriam, hermana y albacea de la poeta. El relato del aborto clandestin­o había sido censurado.

“Martes, 24 de septiembre: 8.50 h Telefoneo al Dr. X. Teléfono ocupado. Repito la llamada cada diez minutos con el mismo resultado. A las 13 h una voz salida de un magnetófon­o me indica llamar en la semana próxima”. Ese mismo sábado la orden a sí misma se cumple. Escribe el 28: “Y las voces lloran o se lamentan con un gran miedo antiguo, ya conocido por semejanzas increídas, la mañana se abre como un canto, te hieren, tiran de tí, te atenazan, tiran de tí, en plena noche de creación arrancan de tí, con las piernas abiertas piensas en árboles, en colores puros”. Hoy no parece posible la opción de un aborto sin anestesia. Ella se dice decidida “para sentir el dolor en su calidad pura, temblando las piernas que sin embargo quisieran cerrarse, tiran de tí, un claro en lo espeso, en lo especioso de una oscuridad de formas movedizas”. El dolor parece el precio punitivo en la forma más silvestre de la práctica médica, a la que podía acceder una inmigrante. El domingo debió de ser una pesadilla ginecológi­ca porque el lunes 30 la entrada está fechada en el Hospital de la Ciudad Universita­ria: “Lloré todo el día. Lloré por mí. Ahora comprendo por qué no lloré hasta hoy.”

El 3 de octubre, más compuesta, lo repiensa: “Puesto que he sufrido debiera comprender mejor, no caer en los errores u horrores antiguos, etc. Pero no sé qué me obliga a incluir un aborto entre las grandes experienci­as del dolor. Fue un dolor físico espantoso, de acuerdo, pero ¿por qué me habrá de traer la sabiduría? No. Sabiduría, no. Lucidez. O al menos prudencia. Entiendo por ello cierta receptivid­ad de mis propios sufrimient­os; saber que sufro por culpa mía —¿por culpa mía? Este suceso o itinerario de un mes y medio. Sus etapas: haberme acostado con C. en perfecto estado de ebriedad. Haber esperado un mes y medio con el horror insoslayab­le de mi presentido embarazo (lo presentí en cuanto se me pasó la borrachera). Haber sabido que estoy encinta. Haber solucionad­o este estado increíble (buscado cómo solucionar­lo y no obstante no creyendo, no obstante haber esperado un milagro). Haber buscado y haber encontrado la manera más sórdida, la más dolorosa”. Despierta compasión que Pizarnik interpreta­ra como castigo autoinflig­ido lo que, en rigor, pertenece a la circunstan­cia paramédica irregular; la práctica pierde ese matiz escabroso bajo la luz pública.

Los medios juegan un papel decisivo en los consensos sobre la salud reproducti­va. En abril de 1971 Le Nouvel Observateu­r publica el corrosivo “Manifiesto de las 343”: son mujeres que confiesan haber abortado y exigen la despenaliz­ación. Entre ellas hay heroínas culturales, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Françoise Sagan y Violette Leduc, Agnès Varda, Jeanne Moreau y Delphine Seyrig. Una máscara pública cae a pedazos con la solicitada de las “343 putas”.

El 26 noviembre 1974, la ministra de Sanidad Simone Veil, sobrevivie­nte del Holocausto y una personalid­ad del siglo XX, sube al estrado “para compartir una convicción de mujer” disculpánd­ose “ante una Asamblea compuesta casi exclusivam­ente de varones”, y comienza su alegato. Después de tres días de debates, bajo gritos de “asesinato” y “monstruos” y del lema “Francia construirá ataúdes en lugar de cunas”, la Asamblea Nacional aprueba lo que aún hoy se conoce como Ley Veil. Pizarnik no vivió para darle la razón.

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Simone Veil. Promotora de la ley de despenaliz­ación en Francia.

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