De títulos, libros y piezas musicales
Th. W. Adorno pensaba que un título escrito demasiado pronto pone trabas a la conclusión, como si hubiese absorbido la fuerza de esta, mientras que “el silenciado se convierte en un motor para cumplir lo que promete”. Me pregunto cómo y cuándo se le habrá ocurrido al crítico Eduard Hanslick el título De lo bello musical (Vom Musikalisch-schöenen), tan significativo en su apariencia casi ingenua. Los títulos son buenos cuando dicen algo sin hacer mucho aspaviento. Con la serenidad de ese enunciado, Hanslick, que vivió entre 1825 y 1904, se cargó toda una estética romántica que tenía a la belleza como un universal (Schumann decía que la estética de un arte es la de cualquier otra, sólo el material es distinto, a lo que Hanslick replicó: “Las leyes de lo bello en todo arte son inseparables de las características particulares de su material, de su técnica”).
Títulos como el de Hanslick son elegantes postulados. Otro que surge rápidamente es Formas de sonata, el gran libro del pianista y ensa- yista estadounidense Charles Rosen. El plural indica que se trata de un libro histórico y no de un manual sobre cómo escribir sonatas. Pero ese plural encierra además una proposición nominalista: la idea de que hay tantas formas de sonata como ejemplares de sonatas, lo que es una verdad a medias. Si eso fuese absolutamente cierto el libro de Rosen nunca habría sido escrito.
¿Y qué pasa con los títulos de las obras musicales? Esto tiene que ver también con la vida de las sonatas. Cuando las sonatas y los géneros fueron perdiendo peso histórico, los nombres de pila comenzaron a tomar su lugar. Haydn, Mozart, Beethoven y Brahms pudieron escribir prácticamente toda su obra instrumental sin apelar al nombre propio. Todo se calificaba genéricamente: sinfonías, cuartetos, tríos, sonatas, e incluso había títulos para todo lo que quedase un poco al margen: caprichos, fantasías, intermedios, impromptus.
Felix Mendelssohn acuñó el hallazgo de Canciones sin palabras (Lieder ohne worte) para una maravillosa serie de piezas para piano. El título es logrado porque es verdadero. Son efectivamente canciones, melodías cantables, y hay una técnica de escritura pianística al servicio de esa idea. Adorno, que era músico además de filósofo, quedó tan prendado de ese título que casi un siglo después quiso ponerle Worte ohne Lieder (Palabras sin canciones) a su primera serie de ensayos sobre literatura. Su editor Peter Suhrkamp lo salvó a tiempo (¡cuántas veces la música conduce a la mala poesía!); lo convenció de que era demasiado novelesco y que el sobrio Notas de literatura guardaba también un sentido musical.
En el fragor del siglo XX se fue dejando de componer sobre la base de los géneros, y en algunos casos los procedimientos tomaron el lugar de los tipos tradicionales, como en Estructu- res I para dos pianos de Boulez o en Gruppen
(Grupos) para tres orquestas de Stockhausen. La pieza de Boulez era, en efecto, una derivación de una estructura de alturas, duraciones, intensidades y modos de ataque previamente definida, mientras que la de Stockhausen era una puesta en práctica de la técnica de grupos que él había fundamentado en su famoso artículo “...Cómo pasa el tiempo...”. Curiosamente, el músico alemán dio un título poético a su artículo teórico y un seco nombre técnico a su creación artística (conviene aclarar si bien la pieza de Boulez resultó casi tan árida como su nombre, la de Stockhausen es una de las obras orquestales más conmovedoras y palpitantes del siglo XX).
En el contexto del pensamiento serialista, obras como Apariciones (1959) o Atmósferas
(1961) de György Ligeti fueron disruptivas desde su sola enunciación. No se nombraba una causa sino un efecto; no se aludía a un procedimiento sino a una imagen visual o una ilusión; la escritura (nada de series ni notas atomizadas, sino básicamente distintos tipos de clusters y hormigueantes micropolifonías) estaba en función de esa ilusión y no al revés.
En 1966 Ligeti escribió un “Concierto para violonchelo y orquesta”. En el contexto de la vanguardia europea, la sola alusión a la clásica (y virtuosista) forma del concierto solista era casi una provocación. El autor aclaró que no se trataba verdaderamente de un “concierto”, ya que el solista estaba muy enmarañado con la orquesta. Pero ya era tarde. El nombre (la idea del concierto) continuó con su trabajo silencioso y terminó marcando buena parte del rumbo del genial músico húngaro.w
Mendelssohn acuñó el hallazgo de “Canciones sin palabras” para una maravillosa serie de piezas para piano.