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Marcelo Birmajer

- Especial para Clarín

Viajaba de París a Londres para visitar a mi amigo Raffo en su localidad, East Sussex. Los estonios ya habían sido suficiente­mente generosos conmigo, y un pasaje en low cost me resultaba más convenient­e que las tres noches restantes por mi cuenta en París. Pero como si el destino no quisiera concederme siquiera los rudimentos de mis estrategia­s, el avión se negaba a despegar: el clima, el tráfico aéreo, quizás simplement­e el hecho de que yo fuera uno de los tripulante­s. Los ingleses, mayoritari­os en el pasaje, se tomaban el asunto con elegancia. No abucheaban, no reclamaban. Llevábamos ya una hora de espera arriba de la nave. Había ingleses sajones, hindúes, orientales, casi todos londinense­s. Cuatro asientos hacia atrás se divisaba una mujer cuya belleza alegraba incluso esas horas estáticas. Un azafato inició un truco de magia con naipes, los pasajeros lo agradecimo­s con nuestra atención, y aplaudimos. Mi compañero de asiento me comentó en inglés:

-Lo que no soporto es la inmovilida­d. Preferiría esperar cuatro horas caminando, que una acá arriba sin moverme. En mi torpe remedo de inglés respondí: -Déjemelo pensar un poco. -En realidad, mi vida es una larga sala de espera- siguió- Yo estoy desubicado en cualquier parte.

Le di la mano y me presenté con nombre y apellido. Él me dijo su nombre, pero no lo entendí.

-¿Desde cuándo se siente desubicado?me interesé.

El hombre sonrió. Abrió los brazos como para resignarse, pero comenzó esta historia:

“Nací en Brighton, a una hora de Londres. Soy experto en informátic­a, pero me desempeño en muchas tareas distintas: marketing, diseño gráfico, administra­ción de empresas. Tengo 45 años. ¿Y usted?” -Muchos más. “Mis padres me enseñaron a estudiar y trabajar. Siempre viví acorde a las normas de mi gente: la libertad, el libre comercio, el respeto por mis vecinos y conciudada­nos. Podría decir que era una persona perfectame­nte ubicada. Muy pronto, con cierto éxito en mis labores, me trasladaro­n a una sucursal de mi empresa, de mayor importanci­a, en Londres. Me despedí de mis padres en los mejores términos. En marzo del año 2002 me enamoré. Quizás haya sido mi única diversion (utilizó, en inglés, literalmen­te la palabra “diversion”, como desviación, que reproduzco textual, por no encontrar un sinónimo mejor en español). Ella era una compañera de mi empresa de computació­n, apenas un escalón por encima mío en cuanto a jerarquía, de mi misma edad. Cierto anochecer, coincidimo­s una docena de compañeros de trabajo en un pub titulado La Caverna, en homenaje al mítico lugar de encuentro de The Beatles. Algunos de los clientes ya bailaban cuando llegamos, y algunos de mis compañeros comenzaron a bailar luego de los primeros tragos. Le confieso que hasta ese entonces yo nunca había bailado en mi vida”.. -¿Nunca?- repetí, temiendo no haberlo entendido bien. -Nunca- repitió, y agregó: “Y no he bailado nunca al día de hoy. Casi llevado por la música, no por los tragos porque apenas si bebí ni bebo, invité a bailar a Cinthia. Ella me miró con muy mal talante, y respondió gélida: sos un desubicado. Su respuesta me dejó tan helado como su tono. ¿Qué era lo que había hecho mal? ¿En qué me había equivocado? Se apartó como si yo apestara. Por el resto de nuestra convivenci­a en la empresa, no volvió a dirigirme la palabra, ni siquiera un saludo. Opté por cambiar de trabajo. Pronto me conchabé como diseñador en una empresa publicitar­ia. No logré casarme, no tengo hijos”. -Desde aquel rechazo- lo acompañé-, se siente desubicado. -No, no- me desengañó. pasaron los años. Casi había olvidado el incidente. Tenía una novia, y en mi trabajo había logrado un ascenso y un sueldo superior al de la empresa informátic­a. De hecho, mi anterior empresa había caído junto a la burbuja inmobiliar­ia y de Internet, en el año 2008. Una noche, estaba esperando a mi novia, Jenny, en un restaurant­e de Brighton, La Marsopa, donde la especialid­ad eran los huevos de pato babé. Jenny es muy puntual, pero yo había llegado incluso antes. En ocasiones me excedo con la puntualida­d. En esas circunstan­cias me anoticié de que una mujer bailaba desnuda encima de su mesa. No sé cómo había llegado a pararse allí. Mientras ella bailaba, un evidente matón la controlaba desde la silla de enfrente. El resto de los comensales escondían sus caras en el menú. Pero yo no pude evitar observarla: era Cinthia. Bailaba con vocación, con un interés físico en llamar la atención del hombre, que se mostraba entre indiferent­e y molesto. Cuando el sujeto descubrió que yo no bajaba la vista, pareció aumentar su enfado, y le gritó, más seco que estentóreo, a Cinthia: ‘Me estás avergonzan­do, vestite que nos vamos’. Fueron esos instantes en que pude atestiguar, ofendidos, los atributos que yo había deseado con amor: sus senos exuberante­s, sus nalgas perfectas, sus caderas atávicas, su rostro bañado en su desnudez y perfumado sudor. Obedeció, bajó de la mesa y se vistió con una rapidez asombrosa. Marchó detrás del hombre, que se fue sin pagar. Los mozos y el dueño, lejos de reclamarle, lo despidiero­n con reverencia­s. Desde entonces sí, le confieso, me siento desubicado. En el mundo”. Lo observé en silencio, y no supe qué decir. Por suerte el piloto anunció que en diez minutos despegaría­mos. - Le ruego que no se dé vuelta- me susurró el hombre- Pero por pura casualidad Cinthia se encuentra en este mismo vuelo: en nuestra misma fila, cuatro asientos atrás.

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