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“Yo me crié sin caricias”

Creció en la calle, llegó hasta cuarto año de arquitectu­ra, pero un día lo interceptó la actuación. Medio siglo de oficio y el bajo perfil como bandera. “Detesto a los actores”, confiesa.

- Marina Zucchi mzucchi@clarin.com

Sentado en la butaca del dentista, un año atrás, sintió dos dolores. El primero, cuenta, producto de la jeringa de la anestesia. El otro, más profundo, después de que el odontólogo le acariciara la sien en un gesto de consuelo. “Yo me crié sin caricias. No tengo recuerdo de amor en la infancia. Si nunca fuiste acariciado, a los 80 eso vuelve como un buraco”, explica el ahora experto en abrazos Jorge D’elía. “Aquel día no pudimos terminar el tratamient­o de todo lo que lloré. Pero tampoco es que no lo haya resuelto. No soy melancólic­o. Transformé el desamparo”.

Los archivos son injustos con él. O mejor: la prensa. Las entrevista­s a este platense nacido en abril de 1938, no abundan. Dramaturgo, actor en más de 20 filmes y en más de 40 ficciones de televisión, hombre de las tablas desde 1959, considera que es “excesivame­nte respetado”, pero no tiene “la cara pegada al nombre, como le pasaba a Alfredo Alcón”. El padre de Federico D’ Elía. El señor de Los simuladore­s. El de los culebrones Antonella, Celeste siempre

Celeste, Perla negra. “Soy ése al que ven y dicen: ‘Mirá quién va ahí, pero... ¿cómo se llama?’”.

Alguna vez firmó más autógrafos que Woody Allen. Fue en Nueva York, cuando en un show del director nacido en Brooklyn, una colonia argentina lo descubrió en un bar, en plena época de Por siempre Mujercitas, el ciclo de Canal 9 que superaba los 30 puntos de rating, a mediados de los noventa.

Acaba de regresar de Río Cuarto, adonde llevó su valija de anécdotas con un espectácul­o biográfico (Biografía a la carta) en el que cada acto lleva el nombre de un plato. Es que su vida es una sucesión de episodios “agrios, salados, dulces”. A los 7 años fue abandonado por su mamá. Trabajó en “piringundi­nes” que regenteaba su padre, un hombre que finalmente resultó no ser su padre. Vendió Biblias, recorrió Europa a dedo, cursó hasta cuarto año de Arquitectu­ra. Tuvo tres esposas y seis hijos. Perdió a un hijo en un accidente y a otro, tras una enfermedad. -¿Por qué cree que logró crecer sin resentimie­nto?

-Soy el pibe menos resentido que vi en mi vida. No tuve infancia, fui un desamparad­o. Hasta que me dije: “¿Cómo salgo de todo esto?”. Estudiando y haciendo deportes. Yo era un vago que a veces salía corriendo en medio de los autos y mi vieja salía a darme una zapatilla por la cabeza. No tengo amor por ella, ni recuerdos de amor. Los agujeros vuelven a mi edad. -¿De qué forma vuelven?

-Mientras transitás, no te das cuenta. La vida es lo que va pasando mientras vos proponés otra cosa, dicen los Beatles. Viví una temporada en la calle, sólo volvía a lo de una tía piantada donde todos vivían desnudos y, sin embargo, esa loca fue la mujer que más me quiso en la vida. Yo era un bulto. Por eso todas las obras teatrales que tienen que ver con la inocencia me achuran. Pero todo eso lo entiendo recién hoy. A

mis siete, mi madre se fue a Cosquín y dejó a sus tres hijos. La reencontré a mis 39, en Lanús. Ella estaba casada y con una hija. Jamás le pregunté por qué. Una tarde, tomando mate, me dijo que yo no era hijo de D’elía, sino de Piccinelli, un millonario. -¿Y lo buscó?

-Si. Él me dijo: “¿De guita cómo andás? Así no podés vivir”. Casi lo mato con la mirada: “¿De qué me hablás si hace 40 años que no estás?”. Me ofreció un trabajo como visitador médico. Lo rechacé, porque me obligaban a dejar la actuación. Después me abrió una cuenta en Fechoría. Invité a mis amigos a comer sin límite y un día él cortó todo eso. Y no lo vi más. -¿Qué cree que lo salvó?

-No lo sé. No tengo respuesta. Como tampoco sé por qué nunca me emborraché ni fumo porro. Ante la falta de amor, o de estructura, podría haber caído en el delito, pero no. -¿Y cuándo aprendió lo que era el cariño?

-No sé. Si me tocan y me pongo a llorar como loco... imaginate. Mis esposas me adoraron, cada una a su manera. Ahí me sentí amado. Reconozco a las personas que me aman porque, ocupen el rol que ocupen, me hacen crecer. -Sin embargo supo darle todo el amor que no tuvo a sus hijos...

-Bastante bien. Son tipos recontra amados por todos. Hay tres cosas: nunca les mentí, nunca

los dejé de abrazar y les digo que los amo todo el tiempo. -¿Cuándo siente que tomó las riendas de su vida a pesar de tener todo en su contra?

-Mi papá me sacaba del colegio, el Normal número 3 de La Plata, para atender sus piringundi­nes. No quería que fuera al colegio. Terminé haciendo el bachillera­to nocturno. Me tuve que operar de mi familia. De todo, menos de mis amigos, que aún hoy tengo. Veo a ese pibe que fui y digo: “¿Qué te pasó que no mataste a nadie o ni fuiste un maleducado?”. Tuve la suerte de refugiarme en el club Estudiante­s de La Plata. Pude hacer una vida feliz. No me gusta que se hable solamente de mis carencias. -¿Cuándo entendió que la actuación era la forma de vivir feliz?

-En La Plata, en la escuela nocturna. La primera obra que hice fue La zorra y las uvas. Después, llegué a Buenos Aires, (Federico) Luppi ya estaba medio consagrado y me dio un consejo: entrar al San Martín, porque iba a tener un sueldo e iba a conocer a muchos directores. Entré. El hermano de María Rosa Gallo leyó escritos míos, y me dijo: “¿No escribís teatro?”. Así me hice autor. -¿Por qué dejó la arquitectu­ra?

- Porque me pudrí. Como de los actores. (Se ríe). Yo gané un concurso internacio­nal de Arquitectu­ra para hacer la estación terminal de Azul, junto a Nolo Ferreira. Pero te juntabas con arquitecto­s y te hablaban de líneas, de diseño, de nada más. Lo mismo con los actores. Por eso estoy siempre con los técnicos, que son rudimentar­ios. Y te defienden. Detesto a los actores. Bueno, no a todos. Tengo amigos geniales. -¿Pasó hambre como actor?

-Hambre, ésa que duele de verdad, sólo cuando me fui a dedo a Europa. Jamás faltó un plato de comida en casa. El que habla de hambre tiene que hacerlo con propiedad. -¿Cómo fue eso de irse “a dedo”?

-Tenía 22. Me fui con amigos. Saqué pasaje, pero no tenía plata para nada más. Bajé en Barcelona con cinco centavos. Hicimos dedo hasta Madrid y llegamos a Hamburgo. Volvimos repatriado­s. A la ida, me había comprometi­do en el barco con la mamá de Federico, quien me fue a despedir. Recuerdo que tiraron serpentina­s, quedamos unidos por la serpentina, hasta que el barco se fue y se cortó la cinta. Volví un año después. Mucho tiempo después me separé: familia burguesa y yo andaba en otra cosa, la actuación. Cuando Federico me preguntó por qué me iba le dije: “Para no decirte un día: ‘No fui actor por vos’”. -¿De dónde cree que sacó fuerzas para recuperars­e de la pérdida de dos hijos?

-Yo miraba para arriba y decía: “¿Qué carajo te hice, Barba?”. Entendí que tengo otros hijos y que hay gente que pierde una familia entera en la guerra. En determinad­o momento me plantée: “¿Me suicido?”. Pero imaginé a mis hijos amargados, con un mal ejemplo. “Me dije: ‘Georgito, andá para acá o para allá, pero no te quedes en el medio”. Y decidí ser feliz, no llorando, cagándome de risa con el dolor encima. -¿Cómo se hace eso?

-Cuando voy manejando y el dolor me ataca, porque me acuerdo, por ejemplo, de que tengo que comprar queso y recuerdo que mi hijo le ponía queso de rallar a todo y yo lo retaba, pienso: “¡Hoy le compraría un tambo!”. Entonces dejo el auto al costado, lloro lo que tengo que llorar, no jodo a nadie, y vuelvo. Vivo con mucho humor. -Dice que cada plato representa un momento de su vida. ¿Qué comida lo representa­ría hoy?

-Por mis hijos, la milanesa. Tiene 51 el mayor y sigue viniendo a casa a pedir milanesa. Las dejo macerar un día. Después las trabajo con mis dedos. Tienen mucho amor. No son las mejores del mundo, pero son riquísimas. El sentido de dar de comer es ofrecer. Y yo doy todo.w

 ?? ANDRES D’ELIA ?? El padre de Federico. A los 80, muchos lo reconocen así. Desde la obra “La zorra y las uvas”, hace casi 50 años, nunca paró de trabajar.
ANDRES D’ELIA El padre de Federico. A los 80, muchos lo reconocen así. Desde la obra “La zorra y las uvas”, hace casi 50 años, nunca paró de trabajar.

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