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La artista under y sus obras, hechas con perlas de Once

Fue protagonis­ta de la escena de los años 90 y una crítica de la cultura de la celebridad y del consumo.

- Marcelo Dansey Especial para Clarín

Gaba de Dios –el último nombre al que responde- está sentada en el pasillo de un aeropuerto cuando la pantalla que anuncia los vuelos enloquece, las celdillas electrónic­as se ponen a girar a toda velocidad como los carretes de un tragamoned­as y se de pronto se detienen para dejar una leyenda: TE EXTRAÑO. Gaba se despierta y piensa que el sueño puede servirle para una obra pero la idea no prospera. No puede, la pieza en realidad, piensa Gaba, es obra del artista Lucio Dorr que la visita en sueños. Gaba y Lucio mantuviero­n durante muchos años una “amistad invisible”, cuenta Gaba. Lucio murió en 2013.

Ella también se comunica con Antonio Berni, con quien tuvo un vínculo profundo. Muchos de sus trabajos están inspirados en esas conversaci­ones. Pero el intercambi­o con Berni es de otra naturaleza, esas son charlas de taller con el maestro. La vida, para Gaba, está atravesada por una mística poco habitual y una ética inquebrant­able.

El nombre Gaba Non Dolce -también Gaba Sans Sweet- sonaba en la escena under de principio de los noventa. Se la conocía por unas esculturas realizadas con perlas de plástico: zapatos de taco alto, lápices labiales, ositos de peluche; obras que hablaban de la identidad, de la cultura de la celebridad y el fenómeno del consumo. Objetos preciosos hechos con materiales pobres, que se asociaban rápidament­e al trash rococó de Sergio De Loof, aunque, a diferencia del creador de El Dorado, su trabajo estaba libre de todo cinismo. El glamour melancólic­o de Gaba es de una honestidad brutal.

Una de sus proyectos más ambiciosos fue Beatiful in pain, en 1999, un desfile donde famosos como Juan Palomino, Erica García y Gastón Pauls caminaban vestidos de homeless (sin techo) en la pasarela del Divino Buenos Aires, máximo exponente de la noche menemista. Desgraciad­amente no hay mucho registro de aquellos años. Era arte en tiempo presente. Un presente intenso, eufórico, que la dejó perdida sin rumbo buscándose a sí misma. Su última obra, en una co- munidad terapéutic­a, tuvo la forma de un ritual sagrado en el que se entregó, en cuerpo y alma, al arte.

Desde aquel entonces fueron once años de silencio laborioso. Como una Ramona de Berni, reconstrui­da de fragmentos encontrado­s, Gaba volvió a la luz con una muestra curada por Roberto Scaffidi en la Fundación Beethoven. Son una veintena de cuadros de marcos antiguos que muestran composicio­nes abstractas realizadas con las mismas perlas de plástico que usaba en sus primeros trabajos. Las mismas perlas, recargadas de significad­o. “La perlas, que se caracteriz­an por su pureza, son producto de una herida, el resultado de un proceso de sanación” –explica. Pero estas no son perlas de cultivo. –“No, obvio que no, las compro en Once – retruca-. La iluminació­n espiritual es como el fashion chatarra: siempre está al alcance de la mano”.

Los cuadros de Gaba, podría decirse, conjugan elementos de la historia del arte abstracto pasados por el filtro cursi de las vanguardia­s rioplatens­es de fines de siglo veinte. Los cuadros de Gaba, podría decirse también, están un poco pasados de moda, si no fuera que porque en ella no hay más pretension­es que la de ser un canal entre el cielo y la tierra. A los ojos de muchos lo de Gaba puede parecer inocente.

Cada perla, dice, tiene un valor sonoro. Según el color, el tamaño y la frecuencia inducirá a una nota musical, a un estado del alma. Dice Gaba que creó cada cuadro como si fuera un melodrama. De hecho, ella también canta.

El día de la inauguraci­ón cantó tres piezas. Tres pequeñas grandes canciones que uno alcanza a reconocer pero no sabe bien de dónde. Tres perlitas rescatadas de olvido, cantadas a capela. Con la voz desnuda, dice ella. Porque la suya no es es una voz profesiona­l. Ahí está, ni bien empieza, se equivoca, pide perdón, respira, se acomoda el vestido de raso y vuelve a intentarlo. Canta en inglés: “Nobody's fault but mine… Nobody's fault but mine… Trying to save my soul tonight… Oh, it's nobody's fault but mine…”

Gaba no es una cantante y eso es clave. cualquiera puede identifica­rse con su voz, imposible no dejarse arrastrar por el sentimient­o. Las luces, el maquillaje, la elección de las canciones dan cuentas del artificio, pero la puesta en escena es solo una excusa para llevar adelante el papel de su vida. Como un personaje de David Lynch, Gaba canta y toda la ficción se desvanece. La sala permanece muda mientras el hilo de su voz brilla como una verdad omnipresen­te.

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GERMÁN GARCÍA ADRASTI Gaba de Dios. La artista con sus obras y su glamour melancólic­o.

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