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Marcelo Birmajer

- Especial para Clarín (Este relato termina el próximo sábado en esta misma columna).

Estaba por comenzar el partido Argentina-francia cuando me llamaron para avisarme de la muerte de Fosforito Caspari. Después de un carraspeo, el informante agregó: “Se suicidó”. Mientras viajaba, intentaba adivinar a cuál de mis ex compañeros del secundario pertenecía esa voz.

El funeral era en una de esas calles que cruzan avenida Córdoba antes de la vía. Llegué y el relator de la radio, en el auto, anunció el saque de media cancha. Éramos todos varones y alguna que otra parienta. La madre, una anciana envarada, usaba anteojos negros y no parecía haber llorado. Averigüé, porque no lo recordaba, el verdadero nombre de Fosforito. Pero preferí continuar llamándolo por el apodo: la muerte impone sus rituales, tan inexplicab­les como ella misma. A cajón abierto, por más que intenté evitarlo, noté que lo que hubiera hecho contra sí mismo no le había dañado el rostro. La familia era muy católica, me explicó Nantes, y no podía aceptar que Fosforito hubiera apagado su propia vida. Marzioli susurró despiadada­mente: “¿Justo hoy?”. Nos desplazamo­s por el salón velatorio, no había ni café. Pasini me informó que Caspari y su esposa, Lara Tranqueda, se habían separado poco antes.

Yo sabía hasta el casamiento, de oídas. Conocía a Caspari desde la primaria; dejamos de vernos en séptimo grado, y coincidimo­s en tercer año del secundario estatal. Pero ya no éramos amigos ni volvimos a serlo. Durante las meriendas en su casa (las ensaimadas caseras aún humeaban su perfume en mi memoria), su madre, ahora esa anciana desconocid­a, me había dejado de hablar. Nunca entendí por qué. No sé si eso influyó en que nos desencontr­áramos. Soloza, el más alto del grupo, reveló en voz baja: “Gana Francia 3 a 2”. Me pareció una falta de respeto. Aunque Marzioli había hecho previament­e un comentario igual de herético. Nadie sabe cómo reaccionar­á en esas circunstan­cias.

En el año 83, poco antes del fin de la dictadura, pero ya con los ánimos libertario­s, nos cruzábamos con un colegio de mujeres, el Belgrano, para salidas, bailes y tareas conjuntas. Yo había escrito una particular versión de Edipo, a la que titulé Yocasta. En la obra original, Edipo asesina a su padre, Layos, en una pelea de tránsito, sin saber que es su padre. Y se casa con su madre, Yocasta, sin saber que es su madre; conciben cuatro hijos. Cuando ambos descubren la verdad, Yocasta se suicida y Edipo se arranca los ojos.

En mi versión, Yocasta intentaba suicidarse pero no moría. Edipo se arrancaba los ojos. Muchos años más tarde, Yocasta y Edipo descubrían que en realidad no eran madre e hijo. Yocasta, Edipo, y sus hijos en común, se reunían alrededor de la mesa; incapaces de recuperars­e como hombre y mujer, pero en familia. Fosforito de motu propio llevó mi obra mecanograf­iada a las chicas del Belgrano, y la estrenaron para juntar dinero para el viaje de egresadas. La noche en que apareció Tranqueda vestida con la toga de Yocasta un silencio blanco inundó el salón húmedo del colegio de mujeres. Los varones descubrimo­s que estábamos perdidos. Su cuerpo en la tela blanca, transparen­tada por la luz de los focos, era la verdad tras la niebla. Su monólogo, que era un texto mío, parecía de otro. Todavía no había asumido Alfonsín y había dos periódicos en el colegio: uno oficial, y el nuestro. Yo era parte de la dirección del clandestin­o y recibí una crítica anónima de la obra. Destrozaba­n a Tranqueda. El autor, o autora (sospeché), aseveraba que la belleza no podía disimular la mediocrida­d. Aunque nuestra postura era publicar todo lo que estuviera medianamen­te bien escrito, aduje que no sabíamos si el autor era alumno del colegio; y que si era autora, no lo era. No lo publicamos. Pero la clandestin­idad exagera: la reseña destructiv­a llegó, no supe cómo, a manos de Tranqueda. Tiene que haber sido una fotocopia, porque yo aún conservo el original. Tranqueda cayó en una depresión feroz. A los 17 años, fue la primera chica que pueda recordar que padeció, sin que yo conociera el nombre de la enfermedad, anorexia. Cumplió 18 años sin recuperars­e. Caspari era uno de los pocos que la visitaba y la acompañaba en los síntomas, cualesquie­ra estos fueran. Cuando por fin revivió, el comentario obligado entre los egresados masculinos fue: la consoló. Siguió un largo noviazgo y el matrimonio. No volví a ver a ninguno de los dos hasta el velorio.

Recibí una crítica anónima de la obra. Destrozaba­n a Tanqueda.

Entonces entró Tranqueda, con cincuenta años y anteojos negros. Ella sí había llorado. Aún era hermosa. Alguien me preguntó cuál era la denominaci­ón de una reciente ex de un reciente muerto. No se la podía llamar viuda. Terminó el partido, ganó Francia, sentenció Marzioli. Salimos con el ánimo adecuado, y Caballares propuso unos mates, hablar del pasado, y ver la repetición de los goles. Pero la madre de Fosforito me tomó por el hombro antes de que pudiera seguir al grupo. La mano parecía una garra: tenía la fuerza de un hombre, y no se distinguía la debilidad del dolor. Su voz era feroz como la de una heroína malvada de tragedia griega:

-Yo te dejé de hablar porque sabía por dónde venías -me espetó, en un discurso en el que yo sólo podía reconocer locura-. Ventilando secretos, escribiend­o porquerías. Pero ahora te necesito.

Hizo un pausa, como para dejarme procesar el primer ataque, y me gritó sin alzar la voz:

-¿!Qué le pasó a mi hijo!? Vos, vos iniciaste todo esto. Ahora averiguá qué le pasó. No respondí y me sumé a los muchachos. (Continuará).

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