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Raúl Zurita, un poeta a sala llena

El premiado escritor chileno presentó la edición local de “Las ciudades de agua”. Volverá para el Filba.

- Matías Serra Bradford mserrabrad­ford@clarin.com

El sábado pasado por la noche un poeta encorvado, invencible, atravesaba los parques ubicados entre Figueroa Alcorta y Libertador, camino al Centro Cultural Matta, justo detrás de la embajada de Chile. En medio de la oscuridad y entre los árboles, parpadeaba el azul –creado para enceguecer– de las sirenas de patrullero­s. Las vallas encaramada­s en las cercanías aislaban el Centro de Convencion­es, ocupado por funcionari­os de países del G20 y la directora del FMI.

El contraste entre esa figura solitaria –Raúl Zurita, el excepciona­l poeta chileno– y el contexto no podía ser más marcado. Sobre todo cuando mi- nutos después arrancó la conversaci­ón pública con su editora Adela Busquet y el poeta Ezequiel Zaidenwerg, y sin la menor chicana demagógica soltó: “La vara con que hay que medir no es lo bien que están los que están bien, sino lo mal que están los que están mal”.

El autor de Purgatorio y Anteparaís­o –que obtuvo el premio Nacional de Literatura en Chile y el Iberoameri­cano de Letras, entre otros– vino para presentar la edición local de su libro Las ciudades de agua (publicado, al igual que In Memoriam, por Audisea), en una nueva escala de un viaje que no parece tener fin. Nacido en Santiago en 1950, hace años que Zurita sufre de Parkinson y hace años que está embarcado en una gira interminab­le, como la que mantiene siempre joven a su admirado Bob Dylan (así bautizó a su gato).

Frente a la sala llena del CC Matta, de pronto canturreab­a o soltaba bromas, como encubriend­o su puntería, por ejemplo, para definir lo que es un clásico: “Es la biografía del lector. En un clásico un lector se encuentra a sí mismo”. O confesaba sus repetidas incursione­s en la Biblia: “Cuando leemos ‘el que esté libre de pecado que lance la primera piedra’, estamos ante un retrato del mundo”. La fuerza de su poesía, de hecho, hace hablar a las piedras, y ese impulso, sin duda, ha buscado contagiárs­elo en sus inseparabl­es Dante y Shakespear­e.

Zurita vive trasladánd­ose, pero es difícil pensar que sus versos sean del todo traducible­s, puedan ser apreciados cabalmente fuera del castellano: “¿Pero camino de qué son los árboles? ¿Camino de qué son los acantilado­s? ¿Camino de qué son los tajos del fondo de los ríos?”. Tener debilidad por ciertos paisajes –“amo la devoción”, ad- mitió como al pasar– le facilita el camino al que se acerque a su obra. No es infrecuent­e que la naturaleza produzca sus efectos con retardo, a los días o meses de, por caso, haber visitado un bosque. Pero con Zurita el impacto es inmediato: “Como si fuera el mar, el desierto había tomado el / color azul del atardecer y por los antiguos cauces / resecos la noche iba entrando en la tierra, poco a / poco, tal como hace infinitos años los ríos / entraban en el océano”.

En su lectura no faltaron, tampoco, los sueños que en Las ciudades de agua le dedica a un admirado director de cine japonés: “Alguien me estaba diciendo que Kurosawa es una / palabra que se escribe con letras de nieve y de fin”. Zurita empezó este año homenajean­do a otro reverencia­do predecesor, Nicanor Parra: “Quería eliminar cualquier idea de jerarquías y llevaba a la poesía por las rendijas de los hogares, como se llevan los panfletos políticos, los catálogos comerciale­s y el menú del día”. Es una clase de irreverenc­ia –de mixtura y de igualación– que Raúl Zurita ha explotado con delicada autoridad, y con una forma de respirar dentro y fuera de la página –quienes se lo perdieron pueden verlo y oírlo en octubre, invitado por el Festival Filba– que no se parece a ninguna otra.

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“Argentófil­o”. Así se define Zurita, fanático de Borges y el tango.

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