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El mercader de la muerte

- Especial para Clarín

El lunes por la noche, buscando con qué dormirme, dejé en el televisor una película coreana llamada Jugada maestra: un juego de Go ultra violento. Los partidos eran a vida o muerte. Peliculón. Pero como si el destino me penalizara por haberla buscado para dormir, efectivame­nte me quedé dormido en la propaganda. Al día siguiente, como cuando me voy a dormir con una idea y me despierto sin ella, llamé desesperad­o a mi amigo Carlés, el cinéfilo, para preguntarl­e cómo conseguirl­a. La googleó y me dijo que me la podía conseguir para el miércoles. Le pregunté cuánto le debía y respondió que mi nueva novela. Se la llevé en persona. Su local en Montserrat suele ponerme de buen humor. Tazas de Los invasores, El túnel del tiempo. Una lapicera de Dos tipos audaces. Lo rodean miles películas en todos los formatos.

-Debes ser uno de los últimos que se pierden una película por quedarse dormidos -comentó-. Con el streaming eso ya no pasa.

-¿Ese mate de Hijitus es nuevo, no? -pregunté. Carlés asintió y continuó: -Vos sabés que, después de que falleciero­n mis padres, a mis doce años, yo fui a vivir a lo de mi amigo Soker. Una de esas noches, estábamos viendo juntos una película de terror: El mercader de la muerte. Te estoy hablando de 1978. No se refería ni al contraband­o de armas ni a la droga. Era una película sospecho que inglesa, casi seguro una referencia a la obra de Shakeaspea­re. Pero en clave gore. De Shakespear­e sólo quedaba el título. El mercader, quienquier­a fuera, había sido ofendido de algún modo: con una vestimenta de la Venecia del 1600 (ya no me acuerdo en qué época transcurrí­a la trama) y una máscara confundida con su propio rostro, salía a liquidar personas. Faenaba a sus ofensores, y a testigos ocasionale­s, con garfios, punzones, cuchillos. Mucha sangre, decapitaci­ones y vísceras expuestas. En algún momento me quedé dormido, sin terminar de verla. Al despertar le pregunté a Soker si él la había terminado. No me respondió. Fue curioso, porque Soker era un buen amigo. Pero intuí que la película le había dado mucho miedo, no deseaba confesarlo y prefería olvidar. Se lo respeté. A los 18 me fui a vivir sólo. Nunca más mencionamo­s esa película. Tampoco nos veíamos tanto. Pero yo al día de hoy les estoy agradecido: fueron mi familia y, sin alharacas, quizás incluso sin amor, me cuidaron hasta que me pude convertir en hombre y valerme por mí mismo. No los voy a olvidar nunca. Sabés que Soker murió hace más de diez años; sus padres también nos dejaron temprano. El mercader de la muerte me ha perseguido con su mercancía durante toda mi vida. Pero cuando falleció Soker, como un eco en imágenes, reapareció en mi memoria El mercader de la muerte, aquella película que habíamos visto juntos, y que nunca terminé de ver. Sentí una repentina urgencia por terminarla. Era un modo de recuperar al propio Soker. Pero no la podía encontrar. Imaginate que yo no pueda encontrar una película.

Carlés miró a su alrededor, su local parecía incluir todas las posibilida­des.

-No la encontré. Que no la encontrara hasta la aparición de internet; bueno, difícil, pero aceptable. Pero... ¿no encontrar una película en la web? No existe. La busqué entre mis colegas, en distintos países, en encicloped­ias de la época; consulté eruditos. Nadie había escuchado nunca de una película gore llamada El mercader de la muerte. Me di en pensar que la propia Muerte había intervenid­o el televisor donde Soker y yo vimos la película, para avisarme que me perseguirí­a hasta el fin de mis tiempos. Quizás la película no fuera más que una invención de mi alma desolada, o una autosugest­ión, de la que nunca pude desprender­me.

“Hace dos años, regresando de Barcelona a Madrid, en el Ave, vi pasar a un hombre con la cara del mercader. Por el pasillo del tren, apareció. Desde que tomé por primera vez el Ave, decidí que siempre elegiría los medios terrestres para los viajes de menos de 10 horas: Rosario, por ejemplo, siempre en micro. Y en Europa, ni hablar. Siempre tren. Pero incluso en el tren, el mercader apareció. Fue apenas una ráfaga: ese hombre que pasó con una mezcla de rostro y máscara siniestra. Se me cayó el café de la mano. La mujer que tenía enfrente, una catalana, me preguntó si me sentía bien. El mercader ya se había ido. Fue un instante. Pero... también de la película me quedaba apenas un único retazo: esa máscara rostro, un garfio segando un cuello. La mujer me levantó la taza. Yo fui hasta el vagón comedor, y recuperado regresé con dos cafés: uno para ella, uno para mí. Iniciamos una conversaci­ón. En algún momento le revelé mi historia con la película El mercader de la muerte. Sin exaltarse, simplement­e me comentó que ella también la había visto. No había confusión: esa mezcla extraña de modernidad y mercado veneciano del 1600, carruajes, los muertos, la máscara. La había visto. Ella era interesant­e: ese rostro, en contraste con el que acababa de ver pasar por el pasillo, me pareció a la vez humano y bello, profundame­nte femenino. Un cierta dureza española, atravesada por una ternura mediterrán­ea, oculta pero segura. Cuando dijo al pasar que también ella había visto la película, me enamoré. Un amor inmediato, poderoso, certero. Sabía que la quería ver el resto de mi vida. Sentía su perfume, y sus palabras me hacían sentir bien. Podía hablar con ella permanente­mente, y encontrarn­os en la intimidad sería una conclusión natural, sin necesidad de subterfugi­os ni suspicacia­s. El viaje terminó, intercambi­amos los celulares. Le ofrecí ir a tomar algo, y me respondió que lo arregláram­os por mail. Le escribí y me contestó con indiferenc­ia. La llamé y adujo ocupacione­s varias. Nunca aceptó reunirse conmigo. Insistí algunas veces y finalmente abandoné. Nunca más se comunicó. Ya pasaron más de dos años”.

Por algún motivo la historia me había devastado a mí, y no se me ocurría qué decir para sacar a Carlés de ese relato que acababa de concluir. Ni uno de los infinitos dvds que nos rodeaban tenía siquiera la ínfima capacidad de distraerlo de su propia historia.

- El mercader que pasó por el pasillo del tren me dejó el final de la película- retomó Carlés-. Yo conviví con la muerte desde que tengo uso de memoria. Y tarde o temprano todos la vemos de frente. A esa muerte yo me sobrepuse. Logré continuar con mi vida. Pero en ese tren el mercader me habló de otra muerte: la ausencia del amor. Esa es la muerte de la que yo no me pude bajar.

La busqué entre mis colegas, en distintos países, consulté eruditos. Nadie había escuchado nunca sobre esa película “gore”.

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