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UN MUNDO QUE SIGUE GIRANDO

En Buenos Aires quedan 54 sortijas atendidas por sus dueños. Historias de una pasión infantil.

- Guadalupe Rivero Especial para Clarín

Ser calesitero es más que un empleo. Historias de vida de uno de los oficios más tiernos de Buenos Aires.

Cada vez que un niño responde la típica pregunta “¿qué querés ser cuando seas grande?”, una numerosa cantidad de opciones se presenta en ese futuro imaginario: médico, abogado, periodista e, incluso, astronauta o presidente. Pero, probableme­nte, ninguno de ellos pronuncia la palabra calesitero, aquella mágica profesión que tanto tiene que ver con la infancia de los chicos argentinos. Quizá porque ese atractivo infantil sólo es sinónimo de disfrute, y no de trabajo. O porque encima de esos autitos o caballos movedizos sólo existe el presente y el futuro es algo lejano e impreciso.

Sin embargo, detrás de cada calesita y cada responsabl­e de este paseo siempre vigente, hay una historia de trabajo en familia, de amor por los chicos y de entrega total. Las 54 calesitas que funcionan en la Ciudad de Buenos Aires fueron testigos de la felicidad de muchísimas generacion­es que soñaron ilimitadam­ente en sus coloridos animales y vehículos. Y eso sin hablar de las bandas de sonido, generalmen­te involucran­do a los programas infantiles de televisión que estuvieran en auge.

Carlos Pometti es secretario general de la Asociación Argentina de Calesitero­s, y en su familia ya van cuatro generacion­es dentro de la profesión. Todo comenzó cuando su pa- dre, disconform­e con un empleo fijo, decide poner una calesita. El abuelo de Carlos se indignó, pero facilitó la escritura de la casa familiar para sacar la hipoteca con la que comprarían la ansiada atracción infantil. Pero no sólo eso, la pasión fue tan grande que ese mismo hombre furioso terminó adquiriend­o una para atender junto a su hermano. Así, el abuelo del secretario de la asociación, el padre y también dos de sus hijos se dedicaron a las calesitas. Todo, como si se tratara de una franquicia familiar.

“Mi papá fue el primero que tuvo una calesita en mi familia, pero después enganchó a todos los demás. De hecho, mi hermana y mis hijos siguen en lo mismo. Mi abuelo también, nunca tuvo sólo la actividad de calesitero, pero también lo hizo”, comenta Pometti con orgullo. “Yo nací con mi papá calesitero, desde que me acuerdo me la pasaba acompañánd­olo porque nosotros no paseábamos los fines de semana, trabajábam­os. Me la pasaba con él en la calle, a veces ya cansado, pero tenía que estar ahí”, rememoró. El momento más complicado para él fue la adolescenc­ia: mientras sus amigos planeaban salidas, él ya tenía un empleo, lo cual

le hizo renegar un poco de la actividad propia de la edad.

Sin embargo, a los 57 años, sólo tiene palabras positivas alrededor de su trabajo: “Cuando empezás a recibir lo que te cuentan, que los pibes vuelven, que de grandes pasan a ver dónde se sentaban cuando eran chicos, o que se mudaban y volvían porque no querían ir a la de su barrio, esas cosas te hacen fanático de la profesión”, asegura.

Hay un punto importantí­simo respecto al fanatismo que menciona Carlos: ¿quién puede darse el lujo de decir que trabaja solamente con gente feliz? Segurament­e, muy pocos. Pero arriba de una calesita, los chicos siempre son portadores de esa alegría. Y debajo de ella, los adultos que los acompañan, al menos por ese momento, también lo son. “Es un espacio donde todos están de buen humor, laburás en un ámbito donde lo único que tratás de hacer es que disfruten un poco más. Nosotros atendemos a los hijos y a los padres al mismo tiempo: si los chicos se divierten, los padres lo pasan re bien. Siempre es un lugar de disfrute”, detalla quien posee una calesita en Pompeya y otra en Villa del Parque. Lo que se dice, amor a dos bandas.

Con 27 años, Juliana Pampín es quien hoy reemplaza a su abuelo en la calesita de Anchorena y Avenida Córdoba. Un par de décadas después de disfrutarl­a a bordo de alguno de sus vehículos o animales, se convirtió en la responsabl­e de alegrar a chicos y chicas que pasan por esa plaza de Barrio Norte. “De chiquita siempre elegía uno de los caballos para poder agarrar la sortija que daba mi abuelo”, desliza Juliana agudizando la nostalgia.

El paso del tiempo no sólo la marcó a ella, son muchos los clientes que le comentan que llevaban a sus hijos y hoy, convertido­s en abuelos, lo hacen con sus nietos. Para ella, hay dos puntos trascenden­tales que hacen de este oficio algo único: uno, es “la transparen­cia y la inocencia de los chicos”; el otro, “verles la cara al darles la sortija”. Pero, sin duda, existe uno mucho más íntimo y valioso: “Poder seguir con este legado que mis abuelos tanto cuidaron”, sostiene.

El abuelo en cuestión es Roberto Pampín, un verdadero prócer de las calesitas poreñas. Su padre, Ramón, tuvo la primera de la familia hacia 1936. Entre sus muchas anécdotas, se cuenta que ambos construyer­on con sus propias manos la que hoy está a cargo de Juliana.

El archivo data de que pasó por Mataderos, Villa Luro, Boedo, Almagro, Ciudadela, Lugano y Villa Crespo hasta que, por los costos del alquiler, Roberto tuvo que desarmar la calesita por diez años. Luego de ello, otra de sus nietas comenzó el trámite para reinaugura­rla, y así fue como en 2009 volvió a girar de manera ininterrum­pida.

Roberto tiene hoy 79 años y se enorgullec­e de su nieta porque “se encarga de divertir a los chicos y disfruta de lo que hace”. Mientras tanto, dedica su tiempo a quien siempre lo acompañaba en sus días de trabajo: “Por problemas de salud no podemos ir. Ahora mi compañera de toda la vida, ‘Piru’, necesita de mi tiempo y mi cuidado”, finaliza.

Cuando alguien pregunta por Adelino Da Costa en Villa Devoto, muchos sostienen que, después de Maradona, “Tito” -tal como lo conocen- es el personaje más popular del barrio. A sus 74 años sigue yendo de lunes a lunes a la calesita que hace andar desde hace 40 años. A los 23, aunque iba escalando posiciones en su empleo de ferroviari­o, decidió un cambio de rumbo: “Empecé un poco por casualidad. En 1970 tenía un vecino que se dedicaba a eso y me quiso vender una calesita porque necesitaba la plata. Era muy precaria, no tenía ni motor”, recuerda Adelino, al tiempo que comenta que la trasladaba de ciudad en ciudad y él mismo la empujaba para hacerla girar. “Iba por los barrios con mi mujer -que en ese momento era mi novia- y me acompañaba. Era muy común moverse de un lado a otro, era una época de vacas flacas”. Más tarde compró una en Monte Grande y, con el tiempo, se quedó con la de Devoto. “Tito” y su esposa son los únicos en la familia que dedicaron su vida a las calesitas, ya que entre sus tres hijos hay un licenciado en comercio, una pediatra y un profesor de computació­n.

En tanto, Da Costa revela que uno de los secretos de la vigencia de este atractivo es la sortija. “La sortija convierte a los chicos en superhéroe­s. Yo, que estoy del otro lado, veo cómo lo disfrutan, ningún sabihondo lo puede describir”, afirma el experto. “Esto es más pasional que comercial”, describe Roberto Couto, el dueño de la diversión infantil en Parque Saavedra, y quien se iniciara en la actividad en 1969. Hijo de un inmigrante español dedicado al mismo rubro, de chico ayudaba a su papá y probableme­nte eso fue lo que marcó su vocación. “Cuando fui más grande, mi papá me ayudó e hicimos una. En ese momento las calesitas eran itinerante­s, se mudaban por los barrios, estaban un mes en cada lado. Íbamos a las fiestas patronales de los pueblos, y nos veníamos”, detalla Couto sobre aquellos tiempos lejanos.

Desde hace treinta años se estableció en Saavedra, donde a lo largo de esas tres décadas su calesita apareció en la filmación de películas y series de TV, tales como Rompecoraz­ones, Apenas un delincuent­e y La condena de Gabriel Doyle.

Roberto tiene 71 años y un hijo que siguió sus pasos, aunque el deseo paterno iba por otro lado. Sin embargo, aclara que ya no es posible tener una calesita como único ingreso económico: “Mi hijo la acompaña con otro trabajo, porque hoy no es muy rentable. Esto era negocio cuando lo único que había eran el balero y las bolitas”.

Pero más allá de lo económico, Roberto disfruta de su oficio: “Soy un afortunado de poder vivir de lo que me gusta hacer. Yo la quiero y la defiendo a la calesita”, afirma sin dudar, al tiempo que predice: “La calesita es la reina de las diversione­s infantiles, mientras existan los chicos la calesita no va a morir”.w

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JULIO JUÁREZ
 ?? LUCIANO THIEBERGER ?? 1) Juliana Pampín. En la plaza de Córdoba y Anchorena, reemplaza a su abuelo Roberto. El emprendimi­ento familiar comenzó en 1936 con su bisabuelo, Ramón. 2) Roberto Couto. El embajador del rubro en Parque Saavedra. Tiene 71 años y se inició en la actividad en 1969. “La calesita es la reina de las diversione­s infantiles”, sostiene. 3) Parque Lezama. Una de las 54 calesitas que se benefició con la la ley que regula el permiso y su funcionami­ento en la Ciudad de Buenos Aires. 2
LUCIANO THIEBERGER 1) Juliana Pampín. En la plaza de Córdoba y Anchorena, reemplaza a su abuelo Roberto. El emprendimi­ento familiar comenzó en 1936 con su bisabuelo, Ramón. 2) Roberto Couto. El embajador del rubro en Parque Saavedra. Tiene 71 años y se inició en la actividad en 1969. “La calesita es la reina de las diversione­s infantiles”, sostiene. 3) Parque Lezama. Una de las 54 calesitas que se benefició con la la ley que regula el permiso y su funcionami­ento en la Ciudad de Buenos Aires. 2
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