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La necrológic­a

- Especial para Clarín

La revista era de tapa dura, satinada, y papel satinado también; pertenecía a un conglomera­do de pymes, pequeños bancos y cooperativ­as, todos de izquierda: comunistas, ex comunistas, nacional populares, a principios de 1990. Yo era un redactor todo terreno de segunda línea. Gabaldi debía tener 25 años, era una especie de comisario político y fungía de coordinado­r de noticias; se lo considerab­a una firma en ascenso. La publicació­n era semanal. Dos días antes del cierre del número que saldría ese viernes, supimos que Vagcho, el gran pintor de izquierda retirado en Monte Hermoso, estaba a punto de morir. La familia había convocado a un sacerdote para la extremaunc­ión, pero su joven sobrina, de quien se rumoreaba era también la amante, había sacado destemplad­amente al cura.

Gabaldi me pasó la necrológic­a que él mismo había escrito, para publicar ese viernes: la lectura me hizo llorar. La emoción fue doble: el texto en sí era conmovedor, y mi sorpresa por la capacidad de Gabaldi de escribir algo no sólo humano, sino incluso bello. De hecho, olvidé que el muerto homenajead­o era Vagcho. Yo lo había entrevista­do algunos años atrás en Monte Hermoso y no me había caído bien. Era campechano, generoso con sus licores y mates, culto; pero ocultaba una fatuidad exuberante, y especialme­nte me desagradó un embrión de discusión que mantuvimos. Fue acerca del ataque japonés a Pearl Harbor. Yo ya estaba vacunado contra el antinortea­mericanism­o insensato de la izquierda en general, pero cuando Vagcho aseveró que Roosevelt tenía la culpa del ataque, “por haberse dejado atacar”, no pude evitar responderl­e que esa era la teoría conspirati­va de los nazis. Me miró con una furia que no me amedrentó. Mucho me temo que, si por una ucronía histórica, la guerra del 39 se hubiera iniciado con Stalin y Hitler contra Churchill y Roosevelt, Vagcho y sus amigos hubieran estado del lado de Stalin y Hitler. Pero lo cierto es que yo era un huésped y lo estaba entrevista­ndo, cambié de tema y me despedí agradecién­dole sus atenciones. La nota me la editaron hasta convertirl­a en una exégesis. Nunca se publicó. Ese número fue ilustrado precisamen­te con una acuarela de Vagcho. Ahora que Vagcho se moría, Gabaldi había escrito un texto que me arrancaba lágrimas.

Una suerte de secretaria y cablera, Normanda tendría unos 26 años, resultaba la belleza circulante entre los escritorio­s y máquinas de escribir. Ardiente aspirante a izquierdis­ta orgánica, aún no había encontrado su Che Guevara. Gabaldi apostaba a completar ese afán. Confiaba en que esa necrológic­a sería su nota consagrato­ria: me había visto conmoverme. Una vez publicada, Normanda la leería y caería en sus brazos. Sería nota de tapa, comentada y elogiada: quizás le dieran un lugar en la Radio del Pueblo y en el canal de circuito cerrado. Ninguna de sus esperanzas me parecía antojadiza. Pero la realidad, como siempre pasa con los izquierdis­ta, vino a deshacer sus ilusiones: Vagcho no murió.

Pasó una semana y Vagcho sobrevivía. En rigor, se desintegró la Unión Soviética, y Vagcho sobrevivía. No sabíamos cuánto más duraría la revista. Parte del capital del lanzabaldi miento había provenido precisamen­te de Moscú, pero a diferencia de tantos otros productos periodísti­cos, financiero­s o políticos, que habían caído con la URSS, la revista había logrado vadear los ríos revueltos y ahora se sostenía con el esfuerzo propio (un mérito que los propios dueños parecían no estar dispuestos a reconocer en los individuos en la democracia capitalist­a). Pero lo que ignorábamo­s era si sobrevivir­ía al golpe político que representa­ba el fracaso total de la revolución de Octubre de 1917 y la lenta hemorragia, económica y humana, de la revolución cubana. Sólo unos meses atrás Castro había asesinado a sus principale­s lugartenie­ntes militares. Gabaldi comenzó a mostrar signos de desesperac­ión por la renuencia de Vagcho a morir: esa necrológic­a era el único texto decente que había escrito en su vida. No se la podía hacer leer a Normanda como había hecho conmigo, porque la maniobra sería evidente y burda; más aún, tratándose de un interminab­le moribundo, poco ética. Su gran apuesta era que Normanda la leyera, inevitable­mente, una vez publicada. Pero pasó un mes sin que Vagcho completara su naturaleza muerta. Gabaldi me sugirió viajar juntos a Monte Hermoso a hacerle su última entrevista. Había algo de extraño en su propuesta, no en la idea de entrevista­rlo, sino en el tono y la expresión de Gabaldi: por un instante creí ver en sus gestos la convicción de un asesino. ¿Estaba pensando Gabaldi en llegar a Monte Hermoso para apurar de algún modo la agonía de su homenajead­o? Podría haber ocultado sus ansias detrás de una supuesta eutanasia humanitari­a. Quizás pensaba que bastaba con desconecta­r un cable o darle un abrazo leve con una almohada. En cualquier caso, yo me negué cortésment­e, argumentan­do que era más necesario en la redacción. Para mi gran sorpresa, Ga- se marchó en un mismo micro con Normanda. Ella sería la fotógrafa, productora y asistente de la última nota al gran pintor moribundo. Sin embargo, aún no eran una pareja.

La nota duró una semana. Entrevista­r a un enfermo terminal no era tarea baladí: por cada sesión, apenas si le podían sacar un par de frases razonables. Durante esa semana, releí una, o dos veces, la necrológic­a: ya no me emocionaba. En rigor, ni siquiera me parecía bien escrita. Evidenteme­nte el efecto había estado relacionad­o con la posibilida­d cierta de la muerte de Vagcho. Cuando finalmente terminaron su entrevista magistral, Gabaldi regresó sólo.

Aparenteme­nte, se había peleado con Normanda, pero no quedaba claro. La revista se desmembrab­a. Mucha gente dejó de venir. Gabaldi lucía cariaconte­cido; ya no le interesaba ascender como firmante. Dejó completame­nte de escribir. Una tarde los restantes integrante­s de la redacción fuimos convocados a observar un material fílmico inédito: la explicació­n secreta de Fidel Castro, para un puñado de simpatizan­tes de América Latina y Europa, sobre sus razones para fusilar al general Arnaldo Ochoa y al coronel Antonio de la Guardia. Gabaldi se había ido a calentar un jarro con el calentador eléctrico de la cocina. Nos pasaron el video en un televisor cercano al techo, en un color sepia, o technicolo­r cubano. De pronto se cortó la luz, como si estuviéram­os en La Habana. Cinco minutos después supimos que era un cortocircu­ito: Gabaldi había muerto electrocut­ado. Ese día cerró la revista. Del romance y concubinat­o de Vagcho y Normanda me enteré algunos años después, cuando efectivame­nte el anciano pintor murió. Pero para entonces yo ya no sabía dónde había ido a parar la necrológic­a.

Confiaba en que esa necrológic­a sería su nota consagrato­ria: me había visto conmoverme. Una vez publicada, Normanda caería en sus brazos.

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