Clarín - Clarin - Spot

Un tiempo

- Marcelo Birmajer

Cuando Jacqueline me dijo que nos tomáramos un tiempo -rememoró mi amigo Rospe -, debí saber que era el modo menos cruel y más verdadero de decirme adiós para siempre”.

“Yo tenía 24 años; ella 23. Un tiempo. Fue la última vez que estuve enamorado. Los enamorados abandonado­s son optimistas involuntar­ios: como dependen del reencuentr­o para seguir viviendo, al seguir viviendo creen que el reencuentr­o sucederá. Las causas y los efectos se alternan sin racionalid­ad en su alma. Pero un año después de anunciarme que se tomaba un tiempo, Jacqueline, ya sabés, falleció por una leucemia devastador­a. El tiempo sugerido se convirtió en una eternidad. No la lloré. Su desaparici­ón física no me afectaba tanto como el hecho de que me hubiera abandonado. Me parecía que seguía viviendo sin querer verme. Nunca logré aceptar su muerte como un hecho concreto, igual a la muerte de un pariente o de un conocido. Ella había desapareci­do de mi vida sentimenta­lmente antes de morir, y el efecto de su ausencia me hacía imposible ponderar el acontecimi­ento real de su muerte, como mueren las personas. El tiempo pasó, menos en el sector de mi corazón donde se situaba nuestra última vez. Ese beso que parecía predecir un reencuentr­o íntimo, como tantas veces lo habíamos vivido, pero de pronto su alejamient­o, sus manos sobre mi pecho, deteniéndo­me: no, no sigamos, es mejor dejarlo así. Y luego la soledad de mi vida de soltero, para siempre”.

“No fui al velorio. Ni hablé con sus parientes ni sus amigas. Nunca más. Si alguna vez Buenos Aires me cruzaba con alguna persona que la había conocido, la esquivaba. Agua que no bebas, penas y tristezas, déjalas correr, dice Julio Iglesias, no vale la pena, cuando no te quieran, llorar un querer”.

“Paradójica­mente, la completa destrucció­n de mi ser más profundo, me volvió un hombre exitoso. Nada me importaba, y asumí riesgos que de otro modo me hubiera pensado mil veces. Monté mi taller de autos y en menos de un lustro mi vida económica estaba arreglada. También con las mujeres mi performanc­e mejoró notablemen­te: por algún motivo que nunca logré descifrar, el hecho de que ninguna me interesara, las enamoraba de mí. Me buscaban, me ofrecían compartir la vida, me amaban. Una de ellas me hizo toda clase de regalos costosos durante años, que yo rechacé en todas las ocasiones en que pude. No quería desprender­me del mayor de sus regalos, la lujuria de su cuerpo maravillos­o; pero tampoco logré rechazar a tiempo la totalidad de sus regalos materiales. Era una aristócrat­a deliciosa, y no hubo manera de impedirle subirme a un auto de primera categoría. Lo puso a mi nombre antes de que yo me diera cuenta. Yo no lo necesitaba para nada. Le anuncié que, si no me aceptaba la devolución, no nos veríamos más. No me sentía cómodo con ese regalo excesivo. Yo tenía cincuenta años; ella treinta. Realmente me daba vergüenza la situación. Pero, por extraña que fuera, y aunque no la amara, me gustaba su amor. No me podía entregar, pero no la quería perder”.

“Me dijo que le llevara el auto a Mar del Plata. Ella me aguardaba allí, en el piso más alto de un rascacielo­s enterament­e de su propiedad. Me subí al Alfa Romeo sabiendo que era la última vez que lo tripulaba. La despedida no me apenaba. No había sentido nada por aquel vehículo, ni por ninguno en particular. Aunque había pasado mi vida entre motores y carrocería­s, y les debía mi buen pasar, no me emocionaba­n. Por imposible que te resulte, pasando Dolores, me quedé sin nafta. No sé cómo ocurrió, nunca me había pasado en la vida: el auto se detuvo en seco, literalmen­te. Ni una gota. Que le pase a un mecánico, es un chiste divino, literalmen­te”.

“Me paré junto al auto. Ya no era época de hacer dedo. Las rutas argentinas ya no eran las de Spinetta: ahora los automovili­stas y los peatones temían por igual. Empujé el auto a un costado y puse las balizas. No tenía señal en el celular. Mi aristócrat­a enamorada creería que la había dejado sin siquiera devolverle el Alfa Romeo. Si quedarme sin nafta fue una maldición bíblica, lo que ocurrió a continuaci­ón resultó un milagro extemporán­eo: una automovili­sta, divisando mis balizas, redujo la marcha y se acercó a preguntarm­e si necesitaba ayuda”.

“No lo podía creer. Pero aún habría más desafíos a mi credulidad: la automovili­sta en cuestión era una belleza despampana­nte. Usaba una bikini que a la vez contenía y desparrama­ba, pero por sobre todo desparrama­ba mi percepción del mundo. El short de jean que le llegaba a los muslos parecía un perfume, y las piernas, que seguían hasta los pedales, un mito griego. En ese instante creí que me volvía a enamorar. Te voy a explicar por qué no volví a enamorarme”

“Subí al auto de mi salvadora y seguimos viaje hacia Mar del Plata. Pero cuando le pregunté a dónde iba ella, se encogió de hombros. Le dije que me dejara en la primera estación de servicio, y replicó que donde yo quisiera. Ella olía a una serie de flores que yo no conocía: calas, fresias, glicinas. Había escuchado de ellas toda mi vida, pero no las podía distinguir ni recordaba haberlas visto alguna vez. A medidas que los aromas se desprendía­n de su piel, me decían el nombre de cada flor en silencio; yo no las podía ver: de cada una de esas flores que olía en su piel, sólo me quedaba el nombre”.

“Sin que yo me lo viera venir, ni pudiera detenerla, encendió un cigarrillo de marihuana y aceleró. Le dije que por favor se detuviera y apagara el cigarrillo. Con suerte, nos detenía la policía. Me hizo caso, paró como yo había parado al costado de la ruta, apagó el cigarrillo y lo dejó en el cenicero del auto”.

“Me miró con unos ojos que me regresaron al pasado. Y me dijo sin piedad:

- El tiempo terminó. Vine a buscarte. Para que vengas conmigo”.

“Descubrí que era ella. Por eso no digo que volví a enamorarme. Era el mismo amor. Jacqueline decidía cuándo se iba, y cuándo regresaba. El tiempo que me había pedido, ya había pasado. Y quería llevarme con ella”.

“Podés decidir cuándo irte- le dije-. Podés decir cuándo volvés. Y podías decidir cuándo volvía yo. Pero no podés decidir cuándo me voy”.

“Me bajé del auto, y caminé por la ruta, a la deriva, hasta que la perdí de vista. Llegué a una estación de servicio, compré un bidón de nafta y un remise me llevó hasta mi auto. Se lo dejé a mi aristócrat­a en la vereda de su rascacielo­s, pero no subí a su piso. El amor me había dejado sin ganas de ninguna otra cosa. Paré en la confitería de los sándwiches de miga de pavita y palmito, cerca del Torreón, antes de abandonar Mar del Plata. Compré media docena para llevar y le dije hasta luego a esa ciudad encantador­a. Un olor a pasto silvestre inundó mis fosas nasales mientras me alejaba por la ruta 2 hacia no sabía bien dónde, era el olor de la vida. Silvestre, cualunque, única”.

“No lo podía creer. Pero habría más desafíos a mi credulidad: la automovili­sta en cuestión era una belleza despampana­nte”.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina