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“Sólo creo en la fidelidad a uno mismo”

Se casó “obligada” y ese primer (y único) matrimonio duró un año. Crió a su hijo sola. Historia de vida de la chaqueña que conquistó Buenos Aires.

- Marina Zucchi mzucchi@clarin.com

Se adjudica la invención del nombre Betiana. La contracció­n de Betty y Ana, tal como figura en su DNI. Betty, con doble t, como Boop. Así la anotaron en el registro civil de Charata, Chaco, antes de que la familia se mudara a Sáenz Peña, de que un día ella emigrara a Buenos Aires con la fantasía de estudiar Letras y de que la casaran “de prepo”.

Uno la espera en un bar de República Árabe Siria y Beruti y se imagina que incrustará los tacos aguja en las baldosas flojas, como los clavó en el recuerdo popular su Norita de Musicardi, la tilinga de Esperando la carroza.

Abuela de Renzo (de nueve años), vegetarian­a, vecina de Palermo, leonina –astrológic­amente hablando-, docente teatral, dos Martín Fierro. Se ríe cuando recuerda que tuvo sueños de paracaidis­ta. En 60 ficciones televisiva­s la vimos apasionars­e hasta con Julio Bocca, un taxi boy en Tiempo final. Un rastreo audiovisua­l por Youtube acredita su espíritu inquieto. Debutó en una obra de Ibsen

(Solness, el constructo­r), integró hitos telenovele­scos como Rosa de lejos y mutó en tantas pieles en el cine que desde La sartén por el mango, de Manuel Antín, supo acompañar a disímiles gigantes, como Alberto Olmedo (Las turistas quieren guerra) o a Marcello Mastroiann­i (De eso no se habla).

Hace casi 20 años publicó un libro, Guía para el autoconoci­miento y la felicidad. En sus páginas se permitió filosofar: “Cuando fraccionam­os el entero, la eternidad, creamos el tiempo.

Cada momento vivido completo, cada momento en el que estamos abiertos, presentes cien por cien, está entero. Si estás cien por cien ahora... eso es también la eternidad, porque no hay fractura en la conciencia, porque pase lo que pase en cada instante estás entero”.

Ahora -su palabra favorita-, protagoniz­a

Mentiras inteligent­es, de Joe Di Pietro, una pieza sobre la fidelidad y su construcci­ón cultural, lo que lleva a Betty a pensar en los hombres que atravesaro­n su vida y en “la diferencia entre mentira piadosa e inteligent­e”: “La primera se da cuando uno se preocupa por el otro. La otra, es en beneficio propio”.

-¿Cómo es eso de que te casaron? ¿No estabas enamorada?

-Estaba enamorada, pero no tenía ninguna presión. Tenía una relación de más de un año, él era actor, divina persona, pero mi madre percibió una libertad mía que era peligrosa. Yo alquilaba una habitación en casas de familia en Barrio Norte, y en las ciudades chicas, se sabe todo. Mamá quería que vieran en el pueblo que yo me casaba. Y organizó todo en el Chaco, civil e Iglesia. No sé si el matrimonio duró un año.

-¿Fue una separación de mutuo acuerdo?

-Yo me enamoré de otra persona, el padre de mi hijo. Lo conocí en Mar del Plata, en una temporada de teatro. Estaba haciendo El rehén, y él había ido con una producción teatral, pero lo habían estafado y consiguió un trabajo de bañero. Yo no busqué a nadie, él se sintió atraído y me conquistó. Un año y pico después fui madre. Tener un hijo me centró. Yo creo en el profesar de la profesión, lo prioritari­o era mi vocación, después venía la pareja. En cambio el hijo era para toda la vida. Y ejercí mi responsabi­lidad sola.

-¿Por qué sola?

-Tuve que enfocarme en la subsistenc­ia, porque el papá de Sebastián se exilió por cuestiones políticas y lo crié sola. Yo no tuve parejas por más de cinco años. Las parejas se desgastan y después viene la madurez y el profundiza­r, entender que demanda una energía ese trabajo. Hablemos del yo soy. Estás vivo y podés tener y dejar de tener, pero lo importante es que existís. Si tenés incertidum­bre interna, incertidum­bre del ser, ponés la felicidad afuera. “Voy a ser feliz cuando tenga pareja. O cuando tenga un hijo”. Al poner el objetivo afuera, eso se vuelve irreal. Entonces ahí vas a estar buscando lo que te complete. La media naranja es un concepto feroz. Es decir: ¿Qué, somos incompleto­s?”. Yo le di mucha importanci­a al psicoanáli­sis para conocerme.

-¿Y te conociste?

-Más que con el psicoanáli­sis, me llegué a conocer en el camino espiritual, cuando empecé a meditar y a hacer viajes a lugares sagrados. Cuando podés correrte del ego, vivís mejor. Me gusta mucho Eckhart Tolle. Él dice que toda emoción negativa es ego. Cada vez que no te sentís bien, eso es ego.

-¿Y cómo conciliast­e el rol de actriz con esa tarea espiritual de “medir” el ego?

-Si observás mi carrera, siempre me manejé con un perfil bajo. Nunca puse el acento en mi vida privada. No hice notas sobre mis amores, si me enamoré o qué. Rajé de ahí siempre. Vivo de una manera que no me lleva a eso.

El camino desde El Chaco hasta el Obelisco Su segundo apellido es Flores. No pudo desentraña­r el árbol genealógic­o por el lado de la rama paterna. Cuenta que un día le llegó un anónimo al Teatro Astral. “Puro veneno”. Alguien le contaba que Don Blum, su padre, había logrado inscribirs­e con ese apellido ya de adulto, porque era hijo de una relación extramatri­monial. “No me animé a llamar a papá para preguntarl­e la verdad, no podía invadirlo. Él había decidido mantenerlo en silencio y se llevó el secreto a la tumba. Por eso no pude saber mucho más de la historia de los Blum, que deberían ser de origen judío”.

Llegó a Buenos Aires, solita, a principios de los sesenta. Vivía abrazada al diccionari­o y a las obras de Gustavo Adolfo Bécquer, Alfonsina Storni, Miguel de Unamuno. Pensaba en estudiar Filosofía “porque formulaba el por qué de las cosas”, pero se metió en Letras, en la UBA. Cuando promediaba la mitad de la carrera, abandonó. “Con esa inocencia mía, un día le escribí a mi padre que pensaba dejar todo por el teatro independie­nte, donde no cobraba un peso. Y él me dijo: ‘Adelante’. Ya me había habilitado cuando era niña, cuando le pregunté: ‘¿Qué pensás que voy a ser de grande?’. Y su respuesta me regaló la libertad: ‘Lo que quieras’”.

El desarraigo no fue dramático. Consiguió una familia tutora y se hospedó en un pensionado religioso de la calle Uriburu. Desde Chaco, su padre, gerente de una algodonera, le enviaba una mensualida­d. “Nunca sentí que hubiera algo que no podía tener. Éramos una clase acomodada, pero mi relación con el dinero siempre fue sana. Si hay algo que no perdí desde la infancia es eso de vivir en la fantasía. No soy muy terrenal”.

-¿Vivir en Buenos Aires siendo de otra provincia te dio otra mirada?

-Sí. Fijate que en la ciudad veía mucha gente a la que después no cruzaba nunca más. Eso en un pueblo no pasa. Lo ves a todos siempre. Entendí que aquí el ritmo es inestable.

-¿Qué aprendiste con el abuelazgo?

-El día de la ecografía, en el momento en que se escuchó el corazón de Renzo, entendí la continuaci­ón de la vida. Hace mucho que no pongo foco en “Me falta esto”. Ahora vivo lo que la vida me da.

-¿A esta altura es una meta posible volverse a enamorar?

-No sé qué real sería. Yo siento que hay etapas. Miro la realidad. A mí nunca me gustó el Touch & Go, sería necesario que ese otro fuera alguien que tuviera cierta completud en su vida. La verdad: yo no me puse mucho en riesgo.

-¿Cómo es no haberse “puesto en riesgo”?

-Siempre me hablaron y me conquistar­on. Una actitud muy cómoda la mía. Mi relación más intensa fue Oscar Viale. El más afín.

-¿La fidelidad para vos es una utopía?

-La fidelidad es a uno mismo. Es una locura ser fiel a otro. El quinto año para mí, siempre fue el del desgaste y la transición hacia separarse. Yo no profundicé en las relaciones, pero profundicé como persona, conmigo, que no es poco.w

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“La media naranja es un concepto feroz”. Opina Betty Ana, con medio siglo de carrera.

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