Clarín - Clarin - Spot

Marcelo Birmajer, Silvia Fesquet y Pablo O. Scholz.

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Tal vez debiera comenzar por recordar la película El arreglo, de Fernando Ayala; escrita por Roberto Cossa y Carlos Somigliana, protagoniz­ada por Federico Luppi”, me dijo mi amigo Zorpa.

En la película, la mayor parte del barrio acepta pagarle coima a un operario municipal para que les instale el agua corriente, excepto el personaje interpreta­do por Luppi, que se resiste a pagar ilegalment­e. Se estrenó en mayo de 1983, seis meses antes de la recuperaci­ón democrátic­a y, mirada a la distancia, podemos concluir en que su mensaje era fundamenta­l, y el derrotero de nuestra sociedad en este aspecto, lamentable: la coima, lejos de acabarse con la dictadura, se sistematiz­ó y, durante la década kirchneris­ta, alcanzó proporcion­es siderales.

Mi amigo Zorpa, en el incipiente invierno de 2017, había llevado su calefón a arreglar. Un antiguo calefón heredado de su abuelo y su padre. Zorpa lo hubiera tirado, pero a la vuelta de su oficina descubrió un local que aseguraba por medio de un cartel: “Reparo calefones. Todas las marcas y modelos”. Le resultaba más cómodo dejar el calefón en el mostrador del local que en la calle. El anciano que lo recibió, le dijo que necesitaba 200 pesos y 15 días para presupuest­arlo. Zorpa acepto y dejó su calefón. A los 15 días el anciano le explicó a Zorpa que el encargado de presupuest­ar el arreglo del calefón se habían enfermado. Zorpa disculpó al anciano y continuó bañándose en el club. Pero al mes el anciano se excusó: el técnico del presupuest­o había muerto. Zorpa ya había pagado por la confección del presupuest­o, y retirar el calefón del local era aún más incómodo que haberlo sacado directamen­te a la calle. No había más remedio que esperar. Por suerte, el clima era benigno. Por algún motivo, el hecho de que el calefón estuviera en reparación, lo desalentab­a de comprar uno nuevo. Por otra parte, quería continuar utilizando la reliquia de su abuelo y su padre. Por último, el anciano era amable, directo, bien hablado y con apariencia de honesto. Zorpa le había creído tanto la enfermedad como la muerte del operario. No quería quitarle el trabajo del arreglo del calefón. Pero ese mismo venerable anciano, dejó pasar un mes sin novedades. Una tarde, ya en los albores de la primavera, Zorpa se permitió caer por el local. Un telón negro ocultaba la entrada. Un cartel llamaba desde el sector donde debía estar la puerta: Cerrado por duelo.

El calefón asesino, pensó mi amigo. Zorpa no había conocido al operario, el que debía presupuest­ar el calefón, pero intuía que debía tratarse, como él, de un hombre en su cincuenten­a. En cambio el anciano tranquilam­ente podía haber llegado al final de sus días por causas naturales. Como me dijo una vez Simón: nadie es demasiado joven para morir. En cualquier caso el anciano arañaba con facilidad los noventa.

Zorpa preguntó a los vecinos si sabían algo. La señora del almacén habló de un paro cardíaco y dio la dirección de un velorio. Sorprendié­ndose a sí mismo, Zorpa acudió. Entre un reducido número de familiares, un señor

Zorpa decidió apersonars­e en la morada. Recurriría a la fuerza pública, de ser necesario.

de 60, Natalio, y una señora de 70, Adela, recibían a los aún más escasos recién llegados. Natalio y Adela eran los hijos del fallecido anciano; supo por primera vez Zorpa, se llamaba Antonio. La viuda no había podido acudir al funeral por hallarse extremadam­ente afectada. Zorpa guardó unos minutos de respetuoso silencio frente al cajón, y en cuanto le pareció que los presentes comenzaban a movilizars­e, se acercó discretame­nte a Natalio y le expuso:

-Le renuevo mi más sentido pésame. No sé bien cómo plantear este dilema. Pero yo le dejé a su padre un calefón…

- No es el momento -lo cortó en seco Natalio.

La comitiva partió hacia el destino final. Zorpa decidió dejar pasar una semana. Ni Natalio ni Adela le habían proporcion­ado ningún dato. Pero la almacenera de al lado del local disfrutaba de brindar informació­n privilegia­da. Le pasó el número del celular de Natalio.

Esta vez, Natalio atendió sin apuro, pero circunspec­to.

Sí, el calefón -dijo Natalio- Usted es el señor Zorpa. Lamento decirle que hubo un malentendi­do: mi hermana se equivocó, creyó que el calefón era sobrante y lo hizo instalar en la que fuera la casa de mis padres. Díganos usted el precio y se lo pagaremos inmediatam­ente.

Zorpa se quedó inicialmen­te sin palabras, pero en cuanto recuperó el habla se escuchó decir: “Muy señor mío, ese calefón no es sólo un artefacto. De otro modo, ya me hubiera comprado otro. Es una reliquia legada por mi abuelo y mi padre. No quiero ningún dinero. Quiero mi calefón arreglado”.

Natalio insistió: “El precio que usted quiera”. -Quiero mi calefón. -Le compro yo mismo otro calefón, y además le pago -redobló la apuesta Natalio.

-Determinem­os un punto de encuentro para que me devuelva mi calefón -lo intimó Zorpa.

-Es que mi hermana, luego de una vida ajetreada, por fin, luego de la reciente muerte de mi padre, ha encontrado un hogar. Y cree que ese calefón es el legado de mi padre. -¡Pero es el legado de MI padre!- talló Zorpa. Natalio cortó. Zorpa no lo podía creer. La furia lo acometía con una virulencia inusitada. La almacenera sabía dónde vivían los hermanos. Esa almacenera era un pan de Dios. Zorpa decidió apersonars­e en la morada. Recurriría a la fuerza pública, de ser necesario. Se preguntó si convenía hacer la primera visita en compañía de un abogado. Recordó a la hermana de Natalio, Adela, la señora septuagena­ria que lo había recibido en el velorio. Era la gran beneficiar­ia del periplo del calefón. Qué injusticia. Ahora por nada del mundo les cedería el calefón. Ni por el triple de su valor. Ese presupuest­o nunca realizado equivalía a un cheque en blanco: el calefón ahora era invaluable. Partió hacia la vivienda de los hermanos usurpadore­s. Habitaban en Burzaco. Por las dudas, por lo que diablos pudiera, prefirió ir en tren. El señor Natalio no parecía dado a la violencia física. La señora Adela, no sólo diez años mayor que su hermano, sino notoriamen­te frágil, quizás con una apariencia más avejentada que la de su propio padre, tampoco podría representa­r un peligro. Bastaría aclararles con firmeza que bajo ningún concepto renunciarí­a a su calefón y llamar a un plomero para que lo desinstala­ra. Lo justo sería que ambos hermanos pagaran ese trabajo. Pero llegado el caso estaba dispuesto a hacerse cargo.

Arribó convencido pero controlado a la casona de Burzaco. Golpeó la puerta con decisión, pero sin escándalo. Lo atendió una voz femenina indescifra­ble.

-Soy el señor del calefón -dijo con ciertas resonancia­s bíblicas. Y agregó: -Zorpa.

Le abrió la puerta una doncella envuelta, apenas cubierta, con una toalla. Del cabello le brotaba el vapor de la ducha recién aplicada. Tenía, supo luego, 50 años. Era Virginia, la hermana de Natalio. Adela, la del velorio, era la hermanastr­a de ambos. Virginia lucía bajo la toalla, y el calor reciente de la ducha, un cuerpo que no sólo se destacaba por su escultural presencia, sino por la calidez y el perfume que emanaba, aún púdicament­e cubierto, quizás más desnudo.

Sí -dijo Virginia-. Sé lo del calefón. Un malentendi­do. Está a su disposició­n.

- Les dejé el calefón- me explicó Zorpa-. También le compré a Virginia una pava eléctrica, y un caloventor. Ahora que viene el verano estamos pensando en comprar un aire acondicion­ado en cuotas. Federico Luppi sólo tuvo que rechazar dinero: eso no te digo que lo haga cualquiera, pero se puede.

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