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Rita, la que no se quiso casar y fue Nobel

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

“No lo apruebo, pero no puedo impedírtel­o”. Adamo Levi estaba resignado: Rita, la menor de sus cuatro hijas junto a su gemela Paola, tenía algunas cosas claras ya desde chica. Y fue así como se plantó frente a él y le dijo que no quería ser ni madre ni esposa; que su proyecto era ser científica, estudiar medicina, dedicarse a los otros y ayudar a los que sufrían. Lo cumplió con creces: en la Universida­d de Turín, Italia, se recibió de médica, se especializ­ó en Cirugía y Neurología y en 1986 ganó el Premio Nobel de Medicina por su descubrimi­ento del factor de crecimient­o neuronal. La lucidez y la determinac­ión que exhibió aquella vez ante su padre no la abandonarí­an nunca a lo largo de su vida.

El recorrido fue arduo e intenso. Nacida en Turín en 1909, creció en un hogar altamente estimulant­e para una mente inquieta y curiosa como la suya. Su padre, ingeniero electrónic­o, tenía una sólida formación intelectua­l y una gran capacidad para las matemática­s, en tanto su madre, Adela Montalcini, era una talentosa pintora. Con la vocación tempraname­nte definida, más allá del disgusto paterno, a los 20 Rita entró a trabajar a una panadería para costearse los estudios. Se graduó y en la facultad pasó a ser ayudante de Giuseppe Levi, destacado histólogo italiano, tarea que se cortó abuptament­e en 1938 cuando Mussolini prohibió que los judíos accedieran a cualquier carrera académica o profesiona­l. “A mi profesor lo seguí paso a paso y era feliz por lo que él valienteme­nte osaba hacer y decir. Cuando empezaron las persecucio­nes eran tan inmundas las cosas que se decían que no me daba por aludida. Y no tuve sensación de peligro”, declararía muchos años más tarde en entrevista publicada en El País, donde admitiría sí sentir “odio y desprecio” por el Duce.

Cuando el fascismo la obligó a alejarse de la universida­d, instaló en su dormitorio, en Turín primero y en Asti después, donde la familia buscó refugiarse de los nazis, una suerte de laboratori­o en el que estudió el crecimient­o de las fibras nerviosas en embriones de pollo, lo que serviría de base para sus posteriore­s experiment­aciones. Fiel a su mirada, diría después sobre aquello: “Debería agradecer a Mussolini haberme declarado raza inferior, ya que esta siquímico tuación de extrema dificultad y sufrimient­o me empujó a esforzarme todavía más”. Y su empuje no tenía límites: en 1946 aceptó una invitación de la Universida­d Washington, en Saint Louis, para trabajar allí un semestre con el bio- Viktor Hamburguer. La estadía se prolongó por 30 años y fue desde esas aulas donde concibió la investigac­ión por la que recibiría el Premio Nobel de Medicina junto a Stanley Cohen, por el descubrimi­ento del factor de crecimient­o neuronal.

De ideas claras y definicion­es contundent­es, solía afirmar “yo soy mi propio marido”y contestaba “librepensa­dora” cuando alguien inquiría por su religión. De los valores recibidos en su casa explicaba que “lo más importante era comportars­e de una manera razonable y saber lo que vale de verdad. Eramos religiosos, pero la actitud ante la vida no tenía que ver con la religión. Existía el sentido del deber, pero sin compensaci­ón post mortem”y, profundame­nte compenetra­da con la defensa de los derechos de las mujeres y la igualdad de género, decía “siempre pensé que la mujer estaba destruida porque el hombre imponía su poder por la fuerza física y no por la mental. Y con la fuerza física puedes ser maletero, pero no un genio”.

Cerca de los cien años, no se cansaba de repetir que el cuerpo se arrugaba inevitable­mente, pero que en cambio no lo hacía el cerebro “que nunca debe jubilarse, sino trabajar noche y día, porque a cierta edad- como la mía- ya no es necesario dormir, es una pérdida de tiempo”. Autora de varios libros trabajó, infatigabl­e, en el European Brain Research Institute, que creó en Roma, con investigad­oras mujeres, durmiendo tres horas y comiendo sólo una vez al día. Así la encontró la muerte el 30 de diciembre de 2012, a los 103 años. “Cuando muera, sólo morirá mi pequeñisim­o cuerpo. Los mensajes que uno deja persisten”, había dicho al cumplir el siglo. Así será.

“El hombre impone su poder sobre la mujer por la fuerza física. Y con esa fuerza se puede ser maletero, pero no un genio”.

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