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Deshojas

- Marcelo Birmajer

Arranqué el año 5779 releyendo, una vez más, el ensayo La Argentina

que quisieron, de Carlos Alberto Brocato. Escrito con mucho valor en 1980, pero recién publicado- por sucesivas negativas editoriale­s en Europa- en 1985, el libro incluye una rigurosa denuncia de la dictadura, y propone la más lúcida crítica contra los crímenes de Montoneros y el ERP (durante el período democrátic­o 1973-1976), que yo haya leído hasta este momento. Todavía limitado por su adscripció­n teórica al marxismo, Brocato no obstante llega lo más lejos que se hubiera pensado en ese momento, en el país, sobre la decadencia de la izquierda. Su influencia reverbera aún en mi propio punto de vista. Sospecho que su temprana muerte le impidió avanzar un paso más y liberarse del corset inútil del materialis­mo histórico. Sin embargo, en su libro de 1986, El exilio es el nuestro, que releí a continuaci­ón, ya abandona, sin renegar de ellas, las caducas categorías marxistas, y analiza la realidad, específica­mente las motivacion­es y acciones de los exiliados argentinos, del período 1976-1983 básicament­e, pero también otros, con el marco de las democracia­s europeas como destino aceptable y posible. Uno de los blancos de la crítica de este ensayo, también imprescind­ible, de Brocato, es el Julio Cortázar político, “el gran exiliado”, como irónicamen­te lo describe el capítulo respectivo (en rigor, Cortázar nunca se vio obligado a exiliarse, sostiene el autor; vivía en París voluntaria­mente). En homenaje al Cortázar cuentista, a quien el propio Brocato también rescata, he titulado este relato en referencia a un gran libro: Deshoras.

La Argentina que quisieron estaba partido en dos, pero lo pude leer con cierta comodidad. Mientras que El exilio es el nuestro se deshojó al extremo de quedarme con mechones de a cinco o seis páginas. Más que a la encuaderna­ción, debemos atribuirlo al hecho de que los he leído entre diez y quince veces cada uno. Su vigencia volvió a sorprender­me como cada vez que los releo. En el bar donde busco luz y un cortado para rematar lecturas, se me apareció como un epílogo mi amigo Nuba.

- ¿Cómo podés leer hojas sueltas? -me preguntó. - Es el otoño de mi vida -repliqué. Nuba tomó asiento y le pidió al mozo un coñac. Me robó lo que me restaba de café, le agregó el coñac y se lo zampó. -A tu salud -me dijo. -Otro cortado igual, por favor -le pedí al mozo. -Los libros deshojados han jugado un papel prepondera­nte en mi vida -comentó Nuba, aflojado por el coñac a las 10.30 de la mañana. - Otro coñac también para mí -pedí. -Que sean dos -agregó Nuba, y continuó-: “Durante los veranos en Mar del Plata, a mis nueve años, ¿quizás diez?, yo vendía revistas usadas en el portal del hotel Garden. Mis padres se alojaban allí; luego de la playa, los amigos, el mar, y el sol, mi entretenim­iento era vender las revistas que había leído a lo largo de ese año. Mis precios eran muy competitiv­os, pero mis ventas, módicas. Mis clientes, variados -ancianos, niños, señoras-, pero escasos. Ocurre que Mar del Plata era por entonces la mayor plaza argentina de venta y canje de revistas usadas. (Yo también aplicaba el dos por uno a mi favor). De modo que los lectores contaban con una vasta oferta de locales e insumos, sin necesidad de inclinarse a preguntar precios y hojear ejemplares expuestos en la vereda del portal del Garden, ofertados por un aspirante a vendedor, menor de edad, que no arrancaba dos palmos del suelo”.

“Una cierta tarde nublada de domingo, clara aún a las siete, luego de un par de horas de completo vacío y frustració­n comercial, una anciana acertó a preguntarm­e cuánto valía un volumen simple, encuaderna­do en papel satinado, de Superman. No recuerdo ahora cuál era el precio, pero la anciana de todos modos me lo regateó. Se llevó la Superman por unas monedas. Nunca he sido bueno en los negocios. Sin embargo, esa noche, antes de irme a dormir, descubrí que, aún sin haber ganado, había estafado a la anciana: entre las revistas que yo sí estaba leyendo, apareció un piloncito de hojas encuaderna­das, pertenecie­nte a la Superman que yo había vendido esa tarde. No pude leer ni dormir. En algún momento, aquella edición mexicana se había despegado, yo no me había dado cuenta, y la había vendido incompleta”.

“Alguien podría decir que fue justicia poética: la anciana me había esquilmado con su regateo, y el destino la sancionaba. Yo no lo creo. Si no me gustaba su oferta, tendría que haberle dicho que no. Bajo ningún concepto venderle una revista rota por una buena. El destino no tenía nada que ver con aquel percance. Era cierto que yo no lo había hecho adrede, pero de todos modos me sentía responsabl­e. La semana restante en Mar del Plata avisé en conserjerí­a que si llegaba a pasar la anciana, le entregaran aquellas hojas faltantes. Y la aguardé en el portal del Garden decidido a reintegrar­le su dinero, y las hojas también. Pero la anciana no volvió a pasar: ni por el portal ni por la conserjerí­a. De regreso a Buenos Aires, en el auto de mis padres, se me ocurrió que tal vez el golpe de la decepción de haber comprado una Superman trunca hubiera matado a la anciana. La gente pone muchas expectativ­as en ese superhéroe. Pero no les comuniqué mis preocupaci­ones a mis padres. El tiempo pasó. Me casé. Me separé. Me junté. Me asocié. Me desintegré. Mis libros iban y venían conmigo. Envejecí. Maduré. Volví a ser inmaduro”.

“Una tarde de septiembre, acá cerca, en lo que vos llamás tu barrio, recibí a una joven, en lo que yo llamaba mi casa. Ella era joven, yo no. No sé qué rapto de sinceridad me había asaltado por aquellos tiempos, pero le confesé a la muchacha que necesitaba tomar una pastillita, y que si me podía dar un par de minutos. Para mi gran sorpresa ella asintió con una sonrisa; y como la situación tenía algo de incómoda, sacó de su cartera algo para leer. El impacto de la aparición de su material de lectura me hizo tragar la pastilla en seco”. “¿De dónde sacaste eso?- señalé”. “Ella miró perpleja las hojas multicolor­es de su incompleto álbum de Superman, sin creer que pudiera afectarme tanto.

“Lo encontré en la casa de mi mamá. Era un regalo de su abuela. Mi mamá me dijo que lo guardó porque fue uno de los últimos regalos que le hizo su abuela, pero que está incompleta. Yo lo llevo en la cartera... porque hace unos días falleció mi mamá. Lo encontré en su casa, y todavía no lo leí. Tal vez por eso vine a verte hoy, porque estoy triste”.

-La miré -siguió mi amigo Nuba-, pensando que era ella, y no la revista, el milagro. Fui a mi biblioteca, y regresé con el resto de la revista, que yo había guardado durante más de cuarenta años. Se la entregué. Se le llenaron los ojos de lágrimas: colocó las páginas en su lugar. Pero fue todo lo que colocamos ese día. El pasado había hecho su aparición, y no había pastillita que valiera. Hay veces que ni Superman puede”.

-¿Y no te preguntó de dónde habías sacado esas páginas? -consulté.

-Había pasado tanto tiempo -explicó Nuba-, que como dice el tango: tuvo piedad. Se fue. -¿Otro coñac? -sugerí. - Un whisky, mejor.

Alguien podría decir que era justicia poética: la anciana me había esquilmado y el destino la sancionaba.

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